Todos se empeñaban en que se sacara el carnet de conducir, pero ella le seguía viendo ventajas al transporte público. Y eso que en este último año académico, como contaba los años desde que era profesora, el recorrido no era precisamente corto. A las tres en punto salía del Parque Santa Catalina y casi una hora después llegaba a la Villa de Santa Brígida, donde se encontraba su nueva escuela. Era la primera viajera en subir y la última en bajarse. Solía aprovechar el trayecto para hacer alguna llamada pendiente, siempre corta y susurrando para evitar que la escucharan. A veces corregía exámenes, pero sólo los tipo test porque ni la acupuntura ni el jengibre combatían las náuseas que aquella carretera de curvas le producían. Así que su actividad preferida era aislarse con la música de su i-pod y dar rienda suelta a su imaginación, inventando las vidas de los que la acompañaban diariamente en ese viaje: sus commuters.
Para navidades ya se había familiarizado con los conductores. Eran siempre los mismos. Le caía muy bien Ángel, un chófer de la vieja escuela, muy servicial pero nada puntual, meticuloso como era con la limpieza de la guagua -un papel llama a otro, le repetía. Menos simpatía le tenía a Esteban, el que frenaba bruscamente en cada parada como si le pillaran de sorpresa. A él lo imaginaba muy mal amante, torpe en movimientos y ansioso por llegar. Pero el que más juego le daba para inventar historias era Octavio. Al acabar la jornada, en el último viaje de la noche, solía encontrarlo aún con la guagua a oscuras acompañado por una mujer misteriosa. En una ocasión, reconcentrada en la trama de su relato mental, olvidó incluso bajarse en la última parada y terminó con ellos en la cochera. El susto de los tres fue de película.
Entre el resto de los pasajeros una de sus preferidas era la ejecutiva de minifaldas imposibles, una cincuentañera que mostraba orgullosa sus bronceadas piernas, consciente como era del último reducto de su cuerpo que el paso del tiempo aún no había dañado. Ella le inspiraba las historias más eróticas. Le entretenían también las dos asistentas cuarentonas que, a base de tantas confidencias, habían terminado por mimetizarse: mismo tinte, misma talla de ropa y misma carcajada contagiosa. De entre los hombres, se sentía fascinada por el chico sordo que tan sutilmente flirteaba con la pelirroja de Tafira Alta. Se comunicaban escribiendo frases en un cuaderno que, obviamente, ella no se había podido resistir a leer.
Luego estaba él, siempre con la sonrisa dibujada en su cara, su caminar seguro y mirada novelera. Subía en el Monopol, se sentaba dos asientos por delante y bajaban juntos. Le había adjudicado varias profesiones. Un día era profesor universitario; otros, diseñador gráfico o veterinario, aunque, por la mucha gente a la que saludaba y la admiración con la que le respondían, hubiera puesto la mano en el fuego a que era un político local. Con el año académico a punto de acabar un día lo encontró en el muro del Facebook de una amiga. Se llamaba Salvador Guerra, o así lo bautizó ella, incapaz como era de memorizar un nombre más allá de la primera letra. Al lado de su foto, que reconoció enseguida, leyó su comentario: “No puedo ir. Estaré presentando mi nuevo libro a la misma hora en la Feria del Libro". Quedó sorprendida, lo de escritor nunca estuvo entre sus acertijos.
En los días siguientes un indiscreto Google le revelaría el resto, y quedó asombrada con las muchas coincidencias que compartía con él, aunque con las lógicas diferencias. La de él había sido una infancia con sabor a campo, a nísperos y a gofio, mientras que la de ella estuvo repartida entre el desierto del Sáhara y un Madrid post-Franco con sabor a horchata y magdalenas, pero ambos se recordaban felices. Con apenas unos meses de diferencia habían nacido en la misma ciudad, los dos habían estudiado en la Complutense y hasta habían frecuentado los mismos tugurios en la Malasaña de los ochenta. Él leía sus primeros poemas en el café Manuela, el mismo donde ella iba a escuchar los versos que su primer amor le dedicaba. Incluso habían elegido las mismas ciudades europeas en busca de sus primeras aventuras extranjeras. Intrigada por tanta casualidad, decidió acudir a la feria donde él presentaba un pequeño libro de relatos. Fue a la caseta donde tenía lugar la presentación y le escuchó hablar por primera vez. Al acabar se compró el libro, se sentó en un banco del parque y no se movió hasta que terminó de leer la última página. Ya era casi media noche cuando lo acabó y en ese mismo instante tomó la decisión. Volvió a casa, encendió el ordenador y eliminó su cuenta de esa red social que con los años se le antojaba menos social y más red. No podía permitirse distracciones en su nuevo reto. A partir de ese momento compartiría con Salvador algo más. Se había propuesto encontrar palabras que dieran forma a tantas ideas mudas. Y lo primero que escribió fue ese sustantivo inglés para el que aún no había encontrado traducción: ‘commuters’.