Foto: niño zapatería china - Edición: María Brito |
Pasé mi adolescencia en el Madrid de los años ochenta, en esos años en los que muchas mujeres renunciamos a nuestra feminidad. Llevaba el pelo corto y mi armario poco se diferenciaba del de mis hermanos: all stars en verde o azul, petos vaqueros que cada verano adquiría en Casa Ruperto y pulóveres holgados que escondían mis minúsculas curvas de entonces. Mi primer trabajo remunerado lo conseguí poco después de cumplir los quince. Mi patrona era mi nueva vecina Cristina, antítesis de mi imagen: grandes senos, trajes ceñidos y siempre subida a unos tacones de aguja. Mario, su bebé de ocho meses, era mi nueva responsabilidad. Mi horario laboral no entorpecía mis estudios; se limitaba a viernes y sábados y siempre a partir de las nueve de la noche. Cristina trabajaba en una barra americana de la calle Orense, no muy lejos de la Glorieta de Cuatro Caminos donde vivíamos. Aunque no tenía muy claro lo que era una barra americana, enseguida supe que debía ocultar información a mis padres si quería conservar aquel trabajo. Mis servicios de canguro pronto se vieron ampliados por los de asesora de imagen; pese a mi aspecto, Cristina confiaba en mí para elegir el trozo de tela en el que debía embutirse cada noche y nunca se iba de casa sin que antes maquillara su blanca espalda desde el cuello hasta llegar a las tiras de aquellos tangas que yo veía por primera vez. Mi jornada acababa sobre las siete de la mañana, cuando Cristina regresaba a casa, casi siempre acompañada de algún varón y con algunas copas de más. Adormilada, me apresuraba a recordarle que se descalzara y bajara la voz para evitar las ya innumerables quejas de los vecinos; ella no lograba retener esa información más allá de lo que yo tardaba en cruzar el umbral de su puerta.
Mario empezaba a dar sus primeros pasos cuando una noche el casero se presentó, destornillador en mano, a cambiar la cerradura de la puerta. Me obligó a recoger las pertenencias de Cristina e irme con las maletas y el bebé a mi casa. La esperé ocho largas horas sin lograr conciliar el sueño. Cuando llegó, y sin tiempo a dar detalles, su nuevo acompañante agarró las maletas, ella cogió al bebé y, dándome las gracias, desaparecieron escalera abajo. Aún sonaba el eco de sus tacones cuando desde mi ventana les vi desaparecer en un Austin blanco.
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