Solo me llevó unos segundos reconocerlos. Cruzaban
la calle cogidos de la mano, como caminan siempre desde su reencuentro. Su
paso era también fácilmente identificable: no llevaban prisa, ni miraban
escaparates, ni se paraban ante las maravillas de Gaudí. Aunque les hacía en
Madrid, paseando por la Gran Vía, no dudé ni por un segundo que se trataba de
ellos. Subían el Paseo de Gracia por la acera que lleva a la Pedrera, y crucé con ellos (vale, tras ellos)
las calles Aragón, Valencia y Mallorca, hasta que por fin dieron con un banco
deshabitado y tomaron asiento, probablemente fatigados de recorrer media España.
Se ve que no querían compañía; ellos no la necesitan. Llevaba la cámara en el
bolso y no me pude resistir. Les he sacado, al menos, media docena de fotos. Necesitaba una
prueba de este encuentro para mostrársela a Santiago. Seguro que me hubiera creído sin
evidencias, pero aun así quise inmortalizarlo. Durante unos segundos me
inquieté pensando en que también yo podía tener a mis espaldas a alguien
observándome, y lo que podía estar pensando de esta persecución: ¿Qué hace
esta pirada siguiendo a unos pobres viejos y sacándoles fotos por doquier? Pero si
los conocieran, me entenderían. Todos queremos una vejez como la de Mateo y
Ana, en la que el pasado ya no importa, donde vivimos cada segundo conscientes
de que el futuro ya está muy cerca. Con historias como las de ellos mi temor a
envejecer se desvanece.
Nota: Mateo y Ana son dos personajes de la novela Sentados de Santiago Gil, a quienes tomo prestados, sin permiso, para esta entrada.
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