En compañía de Apolo
Cuando mis padres se independizaron de mí yo acababa
de cumplir los veinte. Se volvían a su tierra tras veinticinco años fuera y mis
hermanos les acompañaron. Madrid les había tratado bien, pero nunca terminaron
de acostumbrarse al anonimato de la gran ciudad, precisamente la razón por la
que yo no podía alejarme de ella. Ocupé la habitación matrimonial, la única que
daba a la calle, y rodé la cama junto al balcón, en mis ansias por tocar la luz que durante años me fue arrebatada. Para ayudarme con los gastos de la casa, por las otras dos habitaciones dejé que
empezaran a desfilar gremios. El primer año fueron dos canarios estudiantes de
periodismo y con ellos llegó el contrabando de tabaco y equipos
electrónicos. El segundo año descubrí las ventajas de compartirla con
estudiantes peninsulares que me dejaban disfrutar de mi soledad en cada puente o
fiesta familiar. Los primeros fueron dos aprendices a meteorólogos y la casa se
llenó de líneas isobaras, masas de viento y ciclones. Les siguieron dos futuros
psicólogos, adheridos a otros cuatro compañeros de clase, y me encomendé a
Apolo para nunca necesitar de sus servicios -no había un solo cuerdo entre
aquellos amantes del psicoanálisis. El cuarto año pasaron los artistas, algo más
cabales pero dejando huella - no quedó un mueble sin una salpicadura de pintura,
el lavabo se volvió azul grisáceo y en la ‘Avenida Marítima’ (el nombre que los
canariones habían dado al largo y helado pasillo que cruzábamos enfundados en mantas
de Iberia) no cabía un círculo más de Kandinsky, las boquitas de piñón de
Modigliani practicaban el boca a boca y los periódicos de los bodegones de Juan
Gris salían por la ventana. Con ellos me planté. Ya tenía trabajo y podía hacer
frente a las facturas. Fue entonces cuando empecé a enamorarme de la soledad. Apolo III, no obstante, sigue de mi lado y cuando se vaya llegará otro. Al fin, Magerit es una ciudad de gatos.
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