domingo, 14 de diciembre de 2025
Relatos en Cadena: Un recordatorio
domingo, 7 de diciembre de 2025
Relatos en Candena: Sigo instrucciones
Jugó a dibujar figuras de humo cual quinceañero fumando sus primeros porros; su adorado Bob Dylan sonaba de fondo revelando su edad. Entonces dejó caer la bomba precedida, eso sí, por su clásico “no me juzgues, hermanita”. Los dos sabemos que cuando empieza con esa muletilla es que la ha cagado. Nuestra madre nos enseñó a no juzgar sin conocer, pero se da la circunstancia de que lo conozco desde el mismo día en que nació. Liarse con el marido de su mejor amigo es una gran cagada. No obstante, yo sigo instrucciones: miro al infinito, pongo cara de póquer y tarareo Blowing in the wind.
domingo, 30 de noviembre de 2025
Relatos en Cadena: No me juzguen
Sabía a soledad, pero también a paz, o así es como Rosa lo sentía y estaba ansiosa por contarlo. Solían reunirse una vez al mes, pero en el último semestre sólo habían logrado verse en dos ocasiones y encima en el tanatorio. WhatsApp las mantenía al día, o eso creían.
Hoy, finalmente, brindarían por la prejubilación de Julia y el aprobado del MIR de la niña de Lucía. Rosa guardó el notición para un último brindis: “No habrá bodas de plata: me separo”. No simularon sorpresa, pero su reflexión a viva voz sí las dejó boquiabiertas: “No me juzguen, chicas, pero para mí los orgasmos están sobrevalorados.”
lunes, 24 de noviembre de 2025
Relatos en Cadena: Condicionales
Esa noche saldrían a cenar un bocadillo de calamares. No era una noche cualquiera: se cumplía justo un año del fatídico accidente; un año de largas operaciones y terapia. Aquella noche él perdió su moto, aún sin pagar, y ella su brazo derecho.
A él, los “sis” le atropellaron durante meses: “Si nos hubiéramos pedido una pizza, como tú querías”, “si aquel gilipollas hubiera hecho el stop”, “si no me hubiera comprado la moto, como me había suplicado mi madre”. Agotados sus “sis”, hoy sería ella la que haría realidad su último condicional: “Si hubiera roto contigo antes de salir, en lugar de dejarlo para después de la cena.”
domingo, 9 de noviembre de 2025
Una brillante idea
Fue justo en nuestro quinto aniversario cuando a él se le ocurrió la brillante idea de que escribiéramos las iniciales de nuestros nombres en todas nuestras pertenencias: libros, discos, macetas, e incluso toallas. De esa manera, si un día nos divorciábamos, nos resultaría más fácil hacer el reparto. Compramos rotuladores permanentes y empezamos colocando las cuatro iniciales de nuestros nombres en la esquina superior derecha de cada libro. Nos vimos en la obligación de poner las cuatro letras porque nuestros nombres coinciden en las tres primeras.
Íbamos a empezar a marcar los vinilos cuando aporté una modificación a su brillante idea: prescindir de las iniciales, que podían llevar a equívoco, y dibujar unas tetitas en los míos y una pollita en los suyos (el diminutivo se ajustaba a la realidad, pero eso no se lo dije). Aunque ninguno iba a querer apropiarse de los discos del otro (a mí Raphael no me hace tilín y él ni siquiera sabía quién era Raffaella Carrá) hacer esos dibujitos se nos antojó divertido y nos pusimos manos a la obra. Incluso volvimos a los libros ya marcados con iniciales y añadimos los nuevos símbolos distintivos.
Fue un poco más complicado convencer a la dependienta de la tienda de bordados de que nos hiciera esos mismos dibujos infantiles -ella no los veía así- en nuestras toallas blancas de algodón egipcio. Pensarán ustedes que hubiera bastado con repartírnoslas equitativamente, pero yo tenía la teoría (nunca compartida: callar fue clave en el éxito de nuestro matrimonio) de que sus toallas amarilleaban más -aquellos bordados terminaron probando que estaba en lo cierto-. No hubo compra que antes de entrar en casa no se decidiera si llevaría el sello de la pollita o de las tetitas (hacer los sellos fue una ampliación de la idea brillante). Con respecto a las fotos, decidimos hacer dos copias y colocarlas en sendos álbumes. Más adelante, en la era digital, nos ahorramos este gasto.
Veintiún años más tarde no imaginan ustedes lo fácil que ha sido encargarle a la empresa de mudanzas que embalaran todo de acuerdo al sello de cada cosa, desde los electrodomésticos a los imanes de la nevera. Nos han felicitado por ser tan previsores. Nunca habían encontrado una pareja de recién divorciados que se lo pusieran tan fácil. Lo han embalado todo en cajas idénticas y en las etiquetas, además del contenido, han dibujado la correspondiente pollita o tetitas. Les ha llevado apenas cinco horas y tres operarios hacer la mudanza. Al acabar hemos recibido un sms para informarnos de que todas nuestras pertenencias van ya camino de nuestras respectivas direcciones. No obstante, añaden, han dejado en la casa un objeto que, por ausencia de “pene/senos” (palabras textuales) no han sido capaces de embalar.
He sido yo quien ha llegado antes a nuestra casa. Confieso que he sentido cierta pena al encontrármelo abandonado en mitad del que hasta hace unas horas era nuestro salón; mis pasos se hacían eco del eco según me acercaba hacia él. Lo he cogido por las asas y con mucho cuidado, el mismo que ponía él al quitarle el polvo, lo he bajado y depositado junto al contenedor de basura de nuestro portal. Cuando he pasado con el coche tres minutos más tarde ya no estaba allí. Pongo la mano en el fuego en que ha sido mi ex quien lo ha cogido. Nunca lo admitió, pero incluir ese jarrón chino en nuestra lista de regalos de boda fue idea de su madre, QEPD.
domingo, 2 de noviembre de 2025
El sótano
domingo, 26 de octubre de 2025
Nunca dio problemas
Alberto era un niño muy reservado. Había que hacerle tropecientas preguntas para sacarle la misma información que su hermana podía contar en un par de minutos sin coger aire. Era el pequeño de la familia y su primo, cinco años mayor que él, ya se había encargado de desvelarle la magia de los Reyes Magos. Así que a sus nueve años, y con la Navidad a la vuelta de la esquina, aquel sábado no se le escaparon las idas y venidas de sus padres al garaje tan pronto lo creyeron dormido. Aunque conocía personalmente a Melchor, su ilusión se mantenía intacta. No logró dormir hasta bien entrada la noche, pero, por suerte, al día siguiente no había que madrugar.
El domingo amaneció lloviendo copiosamente. Mamá le despertó con un beso, mezcla de Farala y churros recién comprados. Le encantaban los churros, pero ese día fingió encontrarse mal y ni los probó. Esa mentira le libró de ir a misa de una en San Julián. Les insistió en que iba a estar bien y que se marcharan sin él. No era la primera vez que se quedaba solo; algunos días, cuando su padre tenía guardia en la comisaría y su madre y hermana tenían plan de chicas, le dejaban en casa sin problema. Con Alberto podían estar tranquilos: él nunca se metía en líos.
En cuanto se fueron se asomó por la ventana para asegurarse de que se alejaban. Había parado de llover, pero se fijó en las gotas que habían quedado sobre los cristales; le recordaron a esos plásticos de burbujas para empaquetar cosas delicadas que tanto le gustaba explotar. Madrid sonaba a domingo por la tarde: apenas se oían coches pasar y las conversaciones rotas de paseantes eran escasas. Se apresuró entonces a buscar su regalo estrella de este año: el Scalextric. Lo buscó debajo de la cama de sus padres, sobre el armario, en la solana… nada. Desistió y se puso a mirar si encontraba algo en lugares más pequeños. Fue entonces cuando en la mesa de noche de su padre encontró la pistola. Alberto tenía prohibido contar que era hijo de policía. Cuando rellenaba los formularios del cole, en la casilla de “profesión del padre” debía poner “funcionario”. Enseguida supo que aquella pistola no podía ser de juguete; él no la había pedido y, además, al cogerla la notó muy pesada; le sorprendió también lo fría que estaba, como si saliera de un congelador en lugar del cajón de calcetines de su padre. Oyó entonces el ascensor y corrió a guardarla en su mochila. Papá libraba al día siguiente y no la echaría de menos. Tenía tiempo suficiente para llevarla al cole y darle un buen susto a Ricardo. Se iba a enterar de quién era ahora el perdedor. Casi podía oler el pis que se iba a hacer encima en cuanto le pusiera la pistola en la sien. ¡Menudo susto se iba a llevar! Ya luego vendrían las tropecientas preguntas.


