Alberto era un niño muy reservado. Había que hacerle tropecientas preguntas para sacarle la misma información que su hermana podía contar en un par de minutos sin coger aire. Era el pequeño de la familia y su primo, cinco años mayor que él, ya se había encargado de destrozarle la magia de los Reyes Magos. Así que a sus nueve años, y con la Navidad a la vuelta de la esquina, aquel sábado no se le escaparon las idas y venidas de sus padres al garaje tan pronto lo creyeron dormido. Aunque conocía cuál era el equipo de fútbol favorito de Melchor, su ilusión se mantenía intacta. No logró dormir hasta bien entrada la noche, pero, por suerte, al día siguiente no había que madrugar.
El domingo amaneció lloviendo copiosamente. Mamá le despertó con un beso, mezcla de Farala y churros recién comprados. Le encantaban los churros, pero ese día fingió encontrarse mal y ni los probó. Esa mentira le libró de ir a misa de una en San Julián. Les insistió en que iba a estar bien y que se marcharan sin él. No era la primera vez que se quedaba solo; algunos días, cuando su padre tenía guardia en la comisaría y su madre y hermana tenían plan de chicas, le dejaban en casa sin problema. Con Alberto podían estar tranquilos: él nunca se metía en líos.
En cuanto se fueron se asomó por la ventana para asegurarse de que se alejaban. Había parado de llover, pero se fijó en las gotas que habían quedado sobre los cristales; le recordaron a esos plásticos de burbujas para empaquetar cosas delicadas que tanto le gustaba explotar. Madrid sonaba a domingo por la tarde: apenas se oían coches pasar y las conversaciones rotas de paseantes eran escasas. Se apresuró entonces a buscar su regalo estrella de este año: el Scalextric. Lo buscó debajo de la cama de sus padres, sobre el armario, en la solana… nada. Desistió y se puso a mirar si encontraba algo en lugares más pequeños. Fue entonces cuando en la mesa de noche de su padre encontró la pistola. Alberto tenía prohibido contar que era hijo de policía. Cuando rellenaba los formularios del cole, en la casilla de “profesión del padre” debía poner “funcionario”. Enseguida supo que aquella pistola no podía ser de juguete; él no la había pedido y, además, al cogerla la notó muy pesada; le sorprendió también lo fría que estaba, como si saliera de un congelador en lugar del cajón de calcetines de su padre. Oyó entonces el ascensor y corrió a guardarla en su mochila. Papá libraba al día siguiente y no la echaría de menos. Tenía tiempo suficiente para llevarla al cole y darle un buen susto a Ricardo. Se iba a enterar de quién era ahora el perdedor. Casi podía oler el pis que se iba a hacer encima en cuanto le pusiera la pistola en la sien. ¡Menudo susto se iba a llevar! Ya luego vendrían las tropecientas preguntas.

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