domingo, 2 de noviembre de 2025

El sótano


Tenía una única ventana y estaba a ras de la acera. Se accedía por una pequeña puerta y debíamos bajar seis escalones. Ningún transeúnte ajeno al barrio podía adivinar que aquel sótano era nuestra iglesia. Solo cuando cantábamos “Padre Nuestro tú que estás…” al son de Simon & Garfunkel alguna cabeza se ponía a la altura de sus zapatos para comprobar lo que sucedía allí abajo. San Julián se encontraba enterrada en un edificio de ladrillos rojos en el barrio de Tetuán. No era un escondite, aunque a los niños nos encantaba verlo así. 

A mi amiga Marta y a mí no solo nos fascinaba su ubicación, sino también lo que sucedía a su alrededor: los ensayos para representar los pasajes de la biblia en misa de doce, la de niños; la recogida de periódicos usados por las casas de los vecinos que organizábamos cada sábado y que nos permitía ver cómo se vivía al otro lado de Bravo Murillo -la zona rica donde consumían muchos periódicos- o las proyecciones, sobre todo las proyecciones. Bastaba con descolgar la imagen de cartón piedra de San Julián para convertir aquella pared en una gran pantalla. Veíamos principalmente diapositivas de lugares lejanos donde nuestras catequistas andaban de misiones. Así fue como la geografía africana y americana entró en nuestras vidas. También despertó nuestra vocación: misioneras de la Consolata, pero no de las que cuidaban viejitos, sino de las que se iban a lugares exóticos y ayudaban a niños de todas las razas.

Hasta que  llegó el día de nuestra Primera Comunión. El día anterior habíamos estado horas decorando las sillas donde nos íbamos a sentar. Las cubrimos con sábanas blancas que trajimos de casa y en el respaldo pusimos rosas frescas que enganchamos con imperdibles. Para Paco iba a ser su última homilía antes de irse a Guatemala; nos convocó una hora antes para confesarnos, pero no usó el confesionario de los mayores sino que formamos un corro y lo hicimos a mano alzada. Marta confesó entonces que ya no quería ser misionera, sino matrona, y pedía perdón por su traición a la iglesia. Intenté disimular mi enfado; sabía que ese cambio de opinión era culpa de mi tío Jose. Solo unas semanas antes había organizado la proyección del parto de mi primo Raúl en la parroquia. Era parte del programa de Educación Sexual de los mayores, al que también fuimos invitados. Ver a mi tía Rosi resoplar y gritar de dolor mientras mi tío la grababa en súper 8 no me resultó nada agradable. Y menos aún cuando mi primito salió de entre sus piernas cubierto de una baba amarillenta, pero Marta en ese momento saltó de la silla y empezó a aplaudir emocionada. Nuestras madres (todas menos la de Marta, que nunca venía a la iglesia) la siguieron. Don Joaquín, el cura viejo que iba a sustituir a Paco, salió rezongando. Para mí fue simplemente el día en que Marta me traicionó. Ya no nos iríamos juntas de misiones. 

Solo unos meses más tarde nos mudamos al otro lado de Bravo Murillo, a la calle Infanta Mercedes. Nuestra nueva parroquia tenía techos muy altos y se encontraba al nivel de la acera, pero no tenía misa de niños, ni recogida de periódicos, ni proyecciones. No tardé en dejar de acudir a misa. Empecé a interesarme por estudiar inglés y traducir las canciones que escuchaba. Aún recuerdo mi mosqueo al descubrir que lo que Simon & Garfunkel realmente decían era “Hello darkness, my old friend”. ¡No le cantaban a ningún dios, sino a la soledad! A Marta no tardé demasiados años en encontrármela cerca de casa; trabajaba en la misma barra americana que regentaba su madre en los bajos de la calle Orense; le seguían fascinando los sótanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario