La ciudad
celebraba el fin de semana. Se olvidaba de la crisis, o discutía sobre ella
frente a unas cervezas. Marcos repasaba su agenda de contactos en el i-Phone,
su lista de amigos en facebook; no se le ocurría a quién llamar para compartir
aquella velada. La mayoría de sus noches en solitario habían sido voluntarias.
Le gustaba disfrutar de su soledad después de una semana frenética de
discusiones telefónicas, correos devastadores y reuniones inútiles. Hoy, sin
embargo, necesitaba compañía. Desde las tres de la tarde del viernes se había
encerrado en casa. Llevaba casi treinta horas sin escuchar salir de su boca un solo sonido. No era nuevo para él. Eran muchos los lunes que se sorprendía al
oír su “buenos días” dirigido al chófer de la guagua. Su voz sonaba ronca y
quebrada. El chófer se reía con un “Hubo juerga este fin de semana, ¿eh?”.
Marcos le respondía con una sonrisa. Los meses de aquel aislamiento elegido
habían terminado por dejarlo solo de verdad. La playa se había convertido en su
única compañera. En el paseo a primera hora de la mañana eran muchos los
solitarios que, como él, buscaban en el sonido de las olas al interlocutor
deseado. El baño nocturno era distinto. El murmullo de las conversaciones en
las terrazas del paseo de la playa competía con el rugir de las olas. Los pocos
transeúntes de la orilla iban en compañía y aquella imagen le dolía. Entonces
se adentraba en el mar y le hablaba. Primero, susurrándole; luego, a gritos. En
unos segundos aquellas olas desaparecían llevándose con ellas sus secretos. Entendía
a los marineros: el mar era mujer.
Foto: Marcos Bolaños |
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