miércoles, 25 de abril de 2012

Carta desde Estambul

Foto: Todd Winters

Querida amiga:
Apenas llevo tres días por estas calles de Estambul y, como siempre, te veo en cada rincón. Ayer volvimos a cruzar el puente del Bósforo al atardecer. En la sonrisa de Álvaro se adivinaba el poema que horas después escribiría. Ya, ya sé que te alegras de verme tan feliz. A veces me cuesta creer que esté viviendo este sueño. Entonces te imagino observándonos y siento tu alegría sobre nuestros pasos. Hoy fuimos al Bazar de las Especias y me compré el molinillo de pimienta que te llevé la última vez que estuve aquí. De repente, tengo la sensación de que todo pasó hace mucho tiempo. Sé que soy tonta, pero ¡cómo me cuesta respirar sin oír tu voz! Me resulta muy fácil imaginar tu rostro, escuchar tu risa, pero no logro oír tu voz. Hago esfuerzos por recordarla y, cuando parece que viene, se termina escapando de nuevo en mi memoria. Te escribo desde el hotel. Álvaro también está escribiendo junto a la ventana. Tenemos vistas a la Mezquita Azul y a Santa Sofía. Aunque es mi tercera visita a esta ciudad, y la adoré desde el primer minuto, solo ahora he sido capaz de percibir todos sus colores. Esta mañana amaneció nublado y ya sabes cómo odio los días grises. Pues bien, aquí me parecen bellísimos. Nos levantamos muy temprano (ya conoces a Álvaro: tiene que oír el canto de los primeros pájaros) y fuimos a pasear por el barrio de OrtaKöy; los pescadores llegaban de faenar en ese momento. Hemos visto chicharros y mújoles. En un ratito saldremos a cenar y, sí, pediremos pescado. Estarás sentada junto a nosotros en la mesa. Siempre estás. Un beso enorme, amiga.

domingo, 22 de abril de 2012

La mar



Foto: Marcos Bolaños
La ciudad celebraba el fin de semana. Se olvidaba de la crisis, o discutía sobre ella frente a unas cervezas. Marcos repasaba su agenda de contactos en el i-Phone, su lista de amigos en facebook; no se le ocurría a quién llamar para compartir aquella velada. La mayoría de sus noches en solitario habían sido voluntarias. Le gustaba disfrutar de su soledad después de una semana frenética de discusiones telefónicas, correos devastadores y reuniones inútiles. Hoy, sin embargo, necesitaba compañía. Desde las tres de la tarde del viernes se había encerrado en casa. Llevaba casi treinta horas sin escuchar salir de su boca un solo sonido. No era nuevo para él. Eran muchos los lunes que se sorprendía al oír su “buenos días” dirigido al chófer de la guagua. Su voz sonaba ronca y quebrada. El chófer se reía con un “Hubo juerga este fin de semana, ¿eh?”. Marcos le respondía con una sonrisa. Los meses de aquel aislamiento elegido habían terminado por dejarlo solo de verdad. La playa se había convertido en su única compañera. En el paseo a primera hora de la mañana eran muchos los solitarios que, como él, buscaban en el sonido de las olas al interlocutor deseado. El baño nocturno era distinto. El murmullo de las conversaciones en las terrazas del paseo de la playa competía con el rugir de las olas. Los pocos transeúntes de la orilla iban en compañía y aquella imagen le dolía. Entonces se adentraba en el mar y le hablaba. Primero, susurrándole; luego, a gritos. En unos segundos aquellas olas desaparecían llevándose con ellas sus secretos. Entendía a los marineros: el mar era mujer.


miércoles, 18 de abril de 2012

Entre aguaceros

Foto: María Brito
Se ha levantado como el día: gris y melancólico. Observa a su nieto poner los libros a salvo de la lluvia. Esta maldita agua siempre ha sido su gran enemiga. No se siente culpable por maldecirla: sabe que ha inspirado tantas palabras como ha hecho desaparecer. En algún lugar de esta ciudad hay en este instante un poeta que, iluminado por estas gotas deslizándose en su ventana, anda uniendo sonidos. Sin embargo, aquí, en su vieja librería, todos esos sonidos volverían a convertirse en pasta de celulosa si se descuidase, y la tinta con la que fueron dibujados, vulgares nubes grises como las que hoy cubren Madrid. Algunos, los agoreros de siempre, le dicen que no se preocupe por ponerlos a salvo, que los libros tienen los días contados; él no se lo cree. Dijeron lo mismo del cine cuando apareció la televisión y ahí sigue Hollywood, llenándose los bolsillos de dólares. “Que no, que la informática también se va a cargar al cine y la música”, le replican. De tanto oírlo se lo empieza a creer, aunque sabe que él no va a tener tiempo para verlo. Mira a su nieto y siente lástima. No entiende por qué se empeña en seguirle los pasos a pies juntillas. Al igual que él, no quiere saber nada de tecnologías: ni de móviles, ni de ordenadores, ni mucho menos de blogs o redes sociales. Le explica que negarse a los cambios es cosa de viejos y no son propias de alguien de su edad, y le recuerda que las batallas se ganan desde dentro. Y si no, mírenlo a él, convertido en personaje de ficción en un blog de una aficionada a las palabras.
Nota: efectivamente, cualquier parecido entre el personaje de este texto y el señor de la fotografía es pura coincidencia. Al verdadero él lo pueden encontrar en la entrañable Librería San Ginés, en el Pasadizo de San Ginés, 2, Madrid. Por cierto, si supieran que no es de su agrado aparecer en este blog, solo tienen que decírmelo.

domingo, 15 de abril de 2012

Magnolias


Foto: María Brito
No fue una simple casualidad que se cruzaran delante del objetivo de mi cámara. Tampoco que eligieran vestirse de amarillo limón y verde pasto. Y que las dos se encontraran en la calle Montera no era en absoluto fruto del azar. Sus vidas se habían ido cruzando intermitentemente desde que eran adolescentes, pero hasta hoy no fui consciente de sus ‘magnolias’. Suelo usar este término para definir esos encuentros que se van entrelazando en el espacio y el tiempo sin que, a priori, veamos la conexión entre ellos: lo tomé de la película de Paul Thomas Anderson que, por cierto, las dos vieron en el cine Bogart, no muy lejos de aquí, en la calle Cedaceros, unos meses antes de que lo cerraran y cuando aún soñaban con encontrar al amor de sus vidas. La elección de esa sala tampoco fue casual. Las dos eran fans de Humphrey y eran capaces de ver Casablanca una y otra vez y emocionarse en cada ocasión. Al igual que Ingrid, se metían en historias de amor con final anunciado. Y ya sé que todas las historias de amor tienen un final, pero los suyos los predecía hasta el romántico más totorota. Aunque ahora no lo recuerdan, las dos coincidieron por primera vez en el Instituto “Ciudad de los Poetas”, un centro situado en un barrio de Madrid que carecía de toda lírica hasta que en él coincidió la promoción del 82. Estaban en primero de BUP cuando fueron, junto a su profesor de historia, al mitin de Felipe González en la Complutense, y en COU organizaron la quedada para ir al entierro de Tierno Galván. Incluso a ellas les cuesta rememorar aquel cielo azul antes de que la gaviota blanca empezara a defecar sobre sus cabezas. Tampoco ninguna de las dos visualizó su cuerpo al servicio de los transeúntes de Madrid. Ni estos que pudieran contar con dos mujeres que supieran hacer su trabajo con tanta profesionalidad y galantería. Estoy tentada a recordarles esas magnolias para que me cuenten todas las que me perdí. Estoy segura de que sus vidas llenarían las páginas del mejor best-seller.

domingo, 8 de abril de 2012

Joven, proactivo y resolutivo


Foto: María Brito
El hombre del traje negro pasa de largo. No reconoce en el adiestrador de conejos al “joven con buena presencia, proactivo, que empatice fácilmente y resolutivo” que anda buscando. Esta mañana, como cada mañana desde hace tres años, el propietario del conejo consultó las páginas de empleo en Internet, leyó esas mismas palabras y tampoco se reconoció en ellas. Es cierto que ya no es joven, pero, antes de que el hambre le dibujara esos surcos en la cara, podía presumir de buena presencia. Lo de proactivo no ha sido capaz de encontrarlo en el diccionario; debe de ser un sinónimo del dinámico de los años ochenta. Entonces también buscaba trabajo; eran los años de su incorporación al mundo laboral; consultaba las páginas color sepia de El País, seleccionaba las ofertas que le interesaban, sacaba fotocopias de su curriculum y los enviaba por correo postal. Antes, le pedía a su madre que acariciara los sobres y pronunciara aquella “suerte mulana” que durante toda su formación tan buena fortuna le había traído. Se trataba de una expresión aprendida en los años que vivieron en el Sáhara; jamás se presentaba a un examen o a una entrevista de trabajo sin antes oír esas dos palabras. Había estudiado electrónica en un instituto de formación profesional. Su primer trabajo consistió en colocar cámaras anti-robo en empresas y particulares de Puerta de Hierro y Mirasierra. La crisis también golpeaba fuerte y los robos estaban a la orden del día. En los noventa trabajó para Telemadrid  y le gustaba alardear de ser uno de los testigos del atentado de los GRAPO. Luego llegó el contrato con “laTelefónica” –con  artículo- y los bancos le pusieron la alfombra roja al cuasi-funcionario. Todo eso le parece ahora parte de la prehistoria. Hace tiempo que dejó de creer en la suerte. No recuerda cómo le vino a la memoria aquel gitano de la cabra y la escalera de su adolescencia, pero fue lo que le animó a echarse a la calle con su conejita. Buscó un hueco en la calle Arenal, frente a un comercio con los surcos del fracaso dibujados en sus ventanas, y ahí la colocó; Mulana sí que empatiza fácilmente con los transeúntes. Para el hombre del traje negro son invisibles. Sin embargo, él, resolutivo, que yo recuerde, siempre fue.