Roces
El narrador
omnisciente de Madame Bovary no se atrevió a entrar en el carruaje en el
que Emma y su amante León saciaban su apetito sexual mientras el chófer
recorría a galope las calles de la ciudad de Rouen. Apenas se aventuró a
descubrirnos una mano desnuda que asomaba por unas cortinas amarillas para
dejar caer unos pedacitos de papel. Lo que allí dentro sucedió lo dejó en manos
del lector. La narradora de esta fotografía no tiene cortinas tras las que
esconder a estos inminentes amantes. Ellos aún desconocen el desenlace de ese
roce de piernas que la estrechez del espacio les obliga a mantener. El
conductor, un alcahuete de carretera, observa la escena desde el retrovisor y
procede a aumentar la velocidad que, sabe bien, facilitará el devenir de los
acontecimientos. Esta repentina aceleración obliga al pasajero de la izquierda
a apoyar su pie en el armazón del vehículo, y pasa su brazo derecho por detrás
de la espalda de su compañero. Advierte entonces que éste también comparte su
temor a caerse y siente su torso acercarse al suyo. Se habían prometido a sí
mismos que nada iba a suceder en este viaje; conforme se acercan al hotel,
saben que no van a poder cumplir esa promesa. Ahora no quieren pensar en
arrepentimientos. Puestos a lamentarse, prefieren hacerlo sobre lo que está a
punto de suceder.
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