No respires
Recuerdo bien el día que recibí esta foto por correo. La envió un americano pelirrojo que un mes antes había pasado por La Habana. Yo andaba distraída cuando me retrató. Mi mamá estaba sentada en el alféizar de la puerta. El gringo le pidió permiso para fotografiarme y ella, como no habla inglés, asintió con la cabeza. Luego nos preguntó la dirección y un mes después la recibimos. Ya han pasado quince años, pero la sigo llevando conmigo dondequiera que voy. Ahora vivo en España. Me vine aquí con mi esposo hace un año. Él todavía no ha encontrado pincha; yo trabajo para la Comunidad de Madrid. En realidad, para una contrata que se encarga de enviar muchachas a casas de personas que no pueden valerse por sí mismas. Ahora voy en el metro camino del servicio de los miércoles. Me toca el profesor Blanco, en la calle Cadarso, muy cerca de Plaza España. Es, sin duda, mi peor servicio, pero del que saco la mayor tajada. El señor fue un ilustre profesor de biología molecular en la Universidad Complutense. Aún no había cumplido los cincuenta cuando empezó a ganar peso sin explicación aparente; cada kilo que ganaba parecía ir menguando sus facultades mentales. Las múltiples quejas de sus estudiantes consiguieron echarlo de la universidad. Entonces, se encerró en su casa y fue cuando empezó a desarrollar el síndrome de Diógenes. Mientras miro esta foto voy haciendo mis ejercicios respiratorios. ¡Cómo me gustaría poder llevar ese cojín pegado a mi nariz! He aprendido a respirar únicamente por la boca. Luego, cuando acabo el servicio, me voy al bar de enfrente y me pido un whisky con el que hago un lavado bucal. Pero antes tengo que hacer ese pequeño ritual por el que me da treinta euros cada semana (ni mi esposo ni los de servicios sociales saben nada de esto, obviamente). Me pongo a los pies de su cama y empiezo a quitarme lentamente las prendas de ropa que llevo; mientras, él, recostado en su mugriento colchón, se pone a bailar con los cinco latinos. Casi nunca llego a quitarme las bragas porque para entonces ya ha graznado bien alto. Justo al terminar de desfogarse mueve compulsivamente la pierna izquierda, parece un conejo. A mí me entra la risa, pero me aguanto para no respirar. Sobre todo, no debo respirar.
Me has creado la rutina de entrar cada mañana en tus "palabras" y buscar un nuevo relato. Éste de hoy lo he leído sin respirar......y me ha fascinado.
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias por tus amables palabras, Capricornio! ¡Qué ilusión me hace saber que cuento con un lector habitual! Tremendamente halagada. Respiro.
EliminarBuenos días, Maria.
ResponderEliminarTe he agregado, siguiendo la buena opinión de Santiago Gil, tanto en Facebook, así como he incluido tu blog, entre mis favoritos, para no perderme ninguno de tus relatos.
El de hoy, me ha hecho mantener la respiración y no lo he vuelto hacer hasta terminar de leerlo.
Un abrazo
Maria, muchas gracias por colocar mi blog, en tu lista.-
ResponderEliminarUn abrazo
Un placer, Manuel. Gracias por deleitarnos la vista con tus maravillosas fotos. Me encanta descubrir que coincidimos en mucho más que un apellido. Un abrazo.
EliminarMe alegro de que aquel viaje en guagua y aquel commuter te animaran a contarte con Palabras. Estupendo blog, de verdad. Un beso.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Víctor! Me siento muy halagada con tu opinión. Otro beso.
ResponderEliminarLo único que no me gusta es usar la imagen de esa niña para contar la historia, esa niña tiene su historia, y la que todavía está sin escribir, y es ella, sin duda, quien la escribirá.
ResponderEliminar'Conozco' a esa niña desde hace más de diez años. Fue la primera foto de Todd que llegó a mis manos. Me encantó. No es cubana, es brasileña, ya debe estar en sus veinte y seguro (confío) que tiene una historia mucho más bella que contar. Nunca pensé que acabaría en una ficción tan sórdida, pero estas son las malas pasadas que me juega mi imaginación. También espero que si un día pasara por aquí y se reconociese, vea una bella foto ilustrando una ficción.
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