El sombrero
Su puesto de sombreros está justo enfrente de nuestro hotel. Mientras Samuel se ducha, le observo desde la ventana de nuestra habitación. Hoy ha debido de pasarle algo. Anda callado y cabizbajo. Llevaba una semana despertándonos con sus gritos de vendedor ambulante: "¡Proteja sus ideas; no deje que el sol le deslumbre; camine siempre por la sombra; compre un sombrero!". Pero hoy ha enmudecido. Samuel dice que el sombrero no nos cabe en la maleta y que no piensa dejar que yo salga de la terminal de Barajas con él puesto: "Horteradas, las justas". Si no tuviera su inglés tan oxidado, sabría que quiero ese sombrero para interpretarle esa canción de Joe Cocker como debió hacerlo Kim Basinger, con el sombrero puesto. Me quitaría el abrigo muy lentamente; luego, los tacones; levantaría mis brazos y, agitándolos, dejaría que mi nuevo vestido de seda se deslizara por mi cuerpo desnudo hasta mis pies. Ese sombrero sería mi única prenda. Pero nada, Samuel coge una guía de viaje en sus manos y no ve más allá de esas páginas. Como se descuide, me pierdo a consolar al vendedor y lo dejo pintando un Óleo de mujer con sombrero. Que me tenga cuidado el amor, que le puedo cantar una canción.
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