Intuí que tomar un poco de aire me sentaría bien. Llevaba días alongándome a mis desdichas, dramatizando banalidades; necesitaba salir, oír otras voces que no fueran la mía. Era domingo, uno de esos primeros días de otoño con el verano resistiéndose a la despedida. Los jardines de Luxemburgo iban a estar abarrotados, pero urgía dejarme acariciar por el sol y, además, me quedaban casi a tiro de piedra. Callejeé el Barrio Latino, me compré El País, sorteé como pude las colas frente al Cluny y bajé el Boulevard Saint-Michel hasta la Rué de Médicis. Antes de entrar en los jardines, decidí tomarme un té y saborear una de esas maravillosas tartas de queso que preparan en el salón Thé Cool. Tuve suerte y encontré sitio en una de las coquetas mesas lilas que tienen en la terraza. Con el apetito satisfecho, medio periódico leído y desbebido el té, me adentré en el edén. Busqué un hueco en el concurrido césped y, antes de leer a mi cascarrabias preferido, don Javier Marías, eché una ojeada a mi alrededor: familias modelo, un amartelado clavando alegremente banderillas, niños persiguiendo risas, enamorados compartiendo confidencias y, para rematar, besadores exhibicionistas. ¿Se habían confabulado todos para mostrarme su felicidad? Entonces mi mirada se cruzó con la de él; se escondía tras unas gafas negras, me sonrió y supe que compartíamos la misma idea: "¡Fuerte manía de guillotinar los árboles de esta manera!". Foto de Todd Winters |
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