Foto de Todd Winters |
Todos los días me repito que no lo volveré a hacer, pero vuelvo a caer. Incluso Canela ha desarrollado un buen olfato para localizar a las parejas más ardientes. Y eso que el número de amantes sin techo no hace más que crecer –otra consecuencia de la crisis, seguro-. Salgo con ella a última hora de la tarde y se va parando tras aquellos árboles desde donde puede divisarlos con cierta claridad, pero solo es capaz de evacuar cuando topa con amadores que ya tienen las serotoninas en ebullición. Entonces me apuro a recoger su deposición, la tiro en la primera papelera que encuentro y vuelvo rápidamente a casa para dejar a Canela. Y bajo solo. Siempre vuelvo a bajar, por más que me digo a mí mismo que debo parar. Y aun tengo la sangre fría de cambiarme de chaqueta a sabiendas de que con la negra logro camuflarme mejor. Vuelvo al árbol que Canela ha preseleccionado para mí. Ya el sol se ha puesto. La noche les vuelve desinhibidos. Los observo. Permanecen en el banco; ella se coloca sobre él y pasados unos minutos dejan de ver, de oír, de oler; son puro sentido del tacto. Ya me puedo acercar sin peligro de ser descubierto; me apodero del bolso que se halla a tan solo unos centímetros de sus cuerpos. Solo me quedo con el dinero; el resto lo dejo en la misma papelera donde deposité los excrementos de mi perra. Rara vez me hago con más de veinte euros. ¡Puta crisis!