martes, 29 de noviembre de 2011

El tirachinas


Madrid (1976). Foto: familia Brito.
Después del Sáhara nos mudamos al distrito de Tetuán, pero no el del continente africano. De la arena del desierto pasamos a la tierra de unas calles madrileñas aún sin asfaltar. En el 76, cerca de la línea uno de metro de la capital, podíamos correr por calles a las que el hormigón y el alquitrán todavía no habían llegado. Tenía a mi disposición cientos de metros cuadrados de tierra donde poder dar sepultura a los pájaros víctimas de los tirachinas de mis vecinos. Una de aquellas armas homicidas cayó un desafortunado día en manos de mi hermano pequeño. Apuntaba hacia un pájaro que, distraído, gravitaba sobre unos cables de luz. Unos metros por encima, en un balcón de un tercer piso, mi vecina Laura cantaba desafiante “¿A que no me alcanzas, a que no me  alcanzas?”. Aquellas zetas aún nos sonaban arrogantes.  Mi hermano cambió entonces el ángulo de su trayectoria.
Pasé las siguientes tardes de una eterna semana sentada en una silla de escay del hospital de “La Paz”. En silencio, con la mirada puesta en mis botas camperas recién estrenadas, pretendía no escuchar los comentarios de las visitas que condenaban al gamberro que a punto estuvo de cegar a “nuestra Laurita”. Solo cuando se desvelaba mi parentesco, después de múltiples muecas con las que la madre de Laura intentaba acallar los insultos, aquellas condenas pasaban a ser "cosas de niños.”

sábado, 26 de noviembre de 2011

Il Bacio, Le Baiser, Der Kuss, El beso


Collage: María Brito



Cuatro autores. Tres personajes. Dos modelos. Una acción. 
Hayez.Toulouse-Lautrec. Klimt. Picasso.
Los voyeristas pueden ausentarse.
Pero si uno de los modelos se aleja,
el beso desaparece.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Memorias de un cuadro


Cuadro: Cándido Conde (La Güera, 1965). Foto: María Brito (Gran Canaria, 2011)

Cambiamos de ángulo porque de tanto verlo se ha vuelto invisible. Mis recuerdos son más suyos que míos. Hoy los repasamos. Vemos al abuelo saliendo de su Land Rover, a los marineros descargando cajas de langostas, a Laika esperando a una distancia prudencial, conocedora de los pellizcos del crustáceo y, aunque no se ve, vemos a abuela observándoles con prismáticos desde nuestra casa, al otro lado de la bahía. Está esperando a que llegue la carga para poner olor a nuestra memoria, que tiene aroma a paella de langosta. Pero lo que mi paladar se empeña en recordar, sin encontrar apoyo en la memoria de los demás, son aquellos perfectos boliches de yema del tamaño de un bocado pueril, tibios y dulzones, que Dialó nos preparaba a la sombra de una jaima. Y escuchen, se puede oír las bocinas de los barcos avisando de su llegada a puerto, el silbido monótono del viento, los cantos de las saharauis haciendo vibrar sus lenguas, los gritos de los primos yendo al alcance de una gacela. Y lo que palpo es la arena en las orejas, en las fosas nasales, entre los dedos de los pies. La misma arena que, ayudada por el tiempo, se empeña en enterrar nuestros recuerdos y que desde Google Earth observamos, derrotados, cómo lo cubre todo. La azotea de nuestra casa y la carretera a Nouadhibou aún se dejan ver. No tardarán en desaparecer pero conservaremos el cuadro; seguirá recorriendo las paredes de otras ciudades que nos acogen y lo miraremos de frente, de lado, desde abajo, del revés, buscando cualquier perspectiva que nos despierte un recuerdo olvidado.


sábado, 19 de noviembre de 2011

Punto y coma y cierro paréntesis

Ya no oigo reír tanto a mis amigos. Sé que las cosas no están como para reírse, pero no se trata de eso. Mis amigos no han perdido la capacidad de la risa, lo que ocurre es que nos hacemos mayores, salimos menos y ahora nuestra risa es virtual. Con la pérdida del contacto físico, tengo que imaginar sus risas a través de la repetición del monosílabo ‘ja’, si la carcajada les sale de lo más hondo del estómago,  o de tres o cuatro ‘je’s si lo que digo les resulta gracioso pero tampoco es para tanto - si nos estamos burlando de nosotros mismos entonces tiramos de la maliciosa ‘ji’. Mis amigos angloparlantes también logran reírse en estos tiempos de recesión; se ríen con lo que, si les leo pensando en español, parece un grito de dolor invertido (“hahaha”). Otras veces se parten de risa con un escandaloso ‘LOL’ (Laughing Out Loud) que daría lo que fuera por oír. A nivel universal, los duchos en comunicación virtual tiramos de signos de puntuación para expresar nuestro estado de ánimo. Así, donde antes veíamos dos puntos seguidos de un guión y de un cierre de paréntesis, ahora hacemos el ejercicio mental de doblar la cabeza hacia el lado izquierdo para comprobar que estamos ante una sonrisa vertical pero sin erotismo, a priori, de por medio.
La risa es saludable, así lo avalan numerosos estudios, e igualmente lo es tirar de la retórica para conseguirla. La ironía es un ejercicio que venimos trabajando desde tiempos socráticos, si no antes. Con el contacto físico el irónico se ayuda de elementos paralingüísticos (pausas, entonación, volumen de la voz, etc.) que, junto con el lenguaje gestual, complementan su selección de palabras. De ahí que expresar la ironía sea mucho más fácil hacerlo oralmente que por escrito. Por eso resulta cómico observar cómo hay parlantes que nos advierten de la ironía de su discurso bajando los dedos corazón e índice de ambas manos a la altura de sus orejas, representando la apertura y cierre de comillas propias del lenguaje escrito. Igualmente curioso es observar que deja de usarlas a la hora de escribir y prefiere el uso de un punto y coma seguido de un cierre de paréntesis. El sobreuso de estos símbolos de puntuación es apabullante y da la impresión de que hemos perdido la confianza en la inteligencia de nuestro interlocutor para interpretar la ironía. Es equivalente a hacer uso de un juego de palabras  acompañado del gesto de comillas en el aire, un cambio de voz, el guiño de un ojo y añadir, tras una estudiada pausa, un insulso “Estoy de coña”.  Con tanta ayuda nos cargamos la gracia de cuajo y no nos queda otra que usar los dos puntos y una apertura de paréntesis. Mi tristeza no es real, yo sigo disfrutando imaginando sus risas.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Si pasan por aquí.


Foto: María Brito

Tener en cuenta al destinatario de nuestro mensaje a la hora de expresarnos es una técnica que aprendemos a manejar desde que empezamos a articular nuestras primeras palabras. Incluso cuando uno escribe para sí mismo piensa en ese receptor (el amigo imaginario)  y se pregunta si será capaz de decodificar nuestro mensaje de la manera que nosotros deseamos. Es una pelea perdida de antemano pero, no obstante, el grado de empeño que pongamos en ganarla va a determinar el número de asaltos que aguantemos en el ring. Si este símil de boxeo les espanta tanto como a mí seguro que ya no estarán leyendo esta otra frase. Y eso es algo que difícilmente puedo controlar (no usándolo es una posible solución). Si nos obsesionamos con complacer al lector, a duras penas podremos hacer que nuestras palabras fluyan. Pero ahora me toca confesar mi otra obsesión: que mi amigo imaginario deje de serlo, razón por la cual nunca escribí un diario en mi adolescencia -a sabiendas de que no había candado de plástico que se les resistiera a mis nada imaginarios hermanos. Estoy convencida de que si escribiera pensando en un destinatario en particular (no digo nada si fueran ciento veintitrés), jamás terminaría de teclear estas palabras. Cómo hacerlo sin pensar en él, con nombre y apellidos, seguro que es otro proceso que aprenderé a manejar si me doy el suficiente tiempo. Por lo pronto, desde hace unos días cuento con un lector y he comprobado que escribir no me resulta más difícil ahora que antes (mi antes, ya lo habrán adivinado, apenas tiene unos meses) aunque quizá influya el hecho de que mi único lector se asemeja más a un personaje de ficción que a uno real (otra historia que ya les contaré otro día). Es agradable saberse leída pero, hasta que descubra lo que ando haciendo por aquí,  prefiero que Vds. lleguen a este blog por puro azar o porque tecleen Santiago Gil en algún buscador. Así que si ya están aquí, y para que su paso por mi blog  sea mucho más fructífero, aprovecho para recomendarles su última novela, Sentados  (Anoart Ediciones, 2011). Les aviso: el té se les quedará frío. 

martes, 15 de noviembre de 2011

Los feos son más fácil de olvidar

“Los feos son más fácil de olvidar.” Parecía una frase sacada de su libro de español para extranjeros del Instituto Cervantes de Chicago donde trabajábamos. Sin embargo, no estábamos en una reunión de departamento sino tomándonos un helado en la Cheesecake Factory de la Michigan. La premisa tuvo tal efecto anestésico que nos dejó sumidas en un profundo sueño en el que cada una hizo su particular flashback de corazones rotos, mal heridos e indemnes. Cuando salimos de aquella terrible unidad de adjetivos comparativos -lo que apenas duró unos segundos- nos sorprendimos concluyendo al unísono: “’¡Es verdad!” Le siguió una carcajada colectiva. Y a continuación el debate: "Siendo el sujeto plural, ¿no debería concordar con el adjetivo y por tanto decir 'Los feos son más fáciles de olvidar'?"

sábado, 12 de noviembre de 2011

All stars y tacones de aguja

Foto: niño zapatería china - Edición: María Brito
Pasé mi adolescencia en el Madrid de los años ochenta, en esos años en los que muchas mujeres renunciamos a nuestra feminidad. Llevaba el pelo corto y mi armario poco se diferenciaba del de mis hermanos: all stars en verde o azul, petos vaqueros que cada verano adquiría en Casa Ruperto y pulóveres holgados que escondían mis minúsculas curvas de entonces. Mi primer trabajo remunerado lo conseguí poco después de cumplir los quince. Mi patrona era mi nueva vecina Cristina, antítesis de mi imagen: grandes senos, trajes ceñidos y siempre subida a unos tacones de aguja. Mario, su bebé de ocho meses, era mi nueva responsabilidad. Mi horario laboral no entorpecía mis estudios; se limitaba a viernes y sábados y siempre a partir de las nueve de la noche. Cristina trabajaba en una barra americana de la calle Orense, no muy lejos de la Glorieta de Cuatro Caminos donde vivíamos. Aunque no tenía muy claro lo que era una barra americana, enseguida supe que debía ocultar información a mis padres si quería conservar aquel trabajo. Mis servicios de canguro pronto se vieron ampliados por los de asesora de imagen; pese a mi aspecto, Cristina confiaba en mí para elegir el trozo de tela en el que debía embutirse cada noche y nunca se iba de casa sin que antes maquillara su blanca espalda desde el cuello hasta llegar a las tiras de aquellos tangas que yo veía por primera vez. Mi jornada acababa sobre las siete de la mañana, cuando Cristina regresaba a casa, casi siempre acompañada de algún varón y con algunas copas de más. Adormilada, me apresuraba a recordarle que se descalzara y bajara la voz para evitar las ya innumerables quejas de los vecinos; ella no lograba retener esa información más allá de lo que yo tardaba en cruzar el umbral de su puerta.  
Mario empezaba a dar sus primeros pasos cuando una noche el casero se presentó, destornillador en mano, a cambiar la cerradura de la puerta. Me obligó a recoger las pertenencias de Cristina e irme con las maletas y el bebé a mi casa. La esperé ocho largas horas sin lograr conciliar el sueño. Cuando llegó, y sin tiempo a dar detalles, su nuevo acompañante agarró las maletas, ella cogió al bebé y, dándome las gracias, desaparecieron escalera abajo. Aún sonaba el eco de sus tacones cuando desde mi ventana les vi desaparecer en un Austin blanco. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Whispering



Fotograma de Lost in Translation, 2003.
I cannot get what you are whispering but I enjoy those sounds tickling my ear, my neck. I giggle and you continue whispering while moving towards my chick, my lips. I stand on tiptoe to reach your whisper. You stand inches before me, our lips almost touching, and  you continue whispering. The air released from your mouth reaches mine even before the full realization of the sounds. Say it again, please.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Commuters



Foto de Todd Winters

Todos se empeñaban en que se sacara el carnet de conducir, pero ella le seguía viendo  ventajas al transporte público. Y eso que en este último año académico, como contaba los años desde que era profesora, el recorrido no era precisamente corto. A las tres en punto salía del Parque Santa Catalina y casi una hora después llegaba  a la Villa de Santa Brígida, donde se encontraba su nueva escuela. Era la primera viajera en subir y la última en bajarse. Solía aprovechar el trayecto para hacer alguna llamada pendiente, siempre corta y susurrando para evitar que la escucharan. A veces corregía exámenes, pero sólo los tipo test porque ni la acupuntura ni el jengibre combatían las náuseas que aquella carretera de curvas le producían. Así que su actividad preferida era aislarse con la música de su i-pod y dar rienda suelta a su imaginación, inventando las vidas de los que la acompañaban diariamente en ese viaje: sus commuters
           Para navidades ya se había familiarizado con los conductores. Eran siempre los mismos. Le caía muy bien Ángel, un chófer de la vieja escuela, muy servicial  pero nada puntual, meticuloso como era con la limpieza de la guagua -un papel llama a otro, le repetía. Menos simpatía le tenía a Esteban, el que frenaba bruscamente en cada parada como si le pillaran de sorpresa. A él lo imaginaba muy mal amante, torpe en movimientos y ansioso por llegar. Pero el que más juego le daba para inventar historias era Octavio. Al acabar la jornada, en el último viaje de la noche, solía encontrarlo aún con la guagua a oscuras acompañado por una mujer misteriosa. En una ocasión, reconcentrada en la trama de su relato mental, olvidó incluso bajarse en la última parada y terminó con ellos en la cochera. El susto de los tres fue de película.
 Entre el  resto de los pasajeros una de sus preferidas era la ejecutiva de minifaldas imposibles, una cincuentañera que mostraba orgullosa sus bronceadas piernas, consciente  como era del último reducto de su cuerpo que el paso del tiempo aún no había dañado. Ella le inspiraba las historias más eróticas. Le entretenían también las dos asistentas cuarentonas que, a base de tantas confidencias, habían terminado por mimetizarse: mismo tinte, misma talla de ropa y misma carcajada contagiosa. De entre los hombres, se sentía fascinada por el chico sordo que tan sutilmente flirteaba con la pelirroja de Tafira Alta. Se comunicaban escribiendo frases en un cuaderno  que, obviamente, ella no se había podido resistir a leer.
Luego estaba él, siempre con la sonrisa dibujada en su cara, su caminar seguro y mirada novelera. Subía en el Monopol, se sentaba dos asientos por delante y bajaban juntos. Le había adjudicado varias profesiones. Un día era profesor universitario; otros, diseñador gráfico o veterinario, aunque, por la mucha gente a la que saludaba y la admiración con la que le respondían, hubiera puesto la mano en el fuego a que era un político local. Con el año académico a punto de acabar un día lo encontró  en el muro del Facebook de una amiga. Se llamaba Salvador Guerra, o así  lo bautizó ella, incapaz como era de memorizar un nombre más allá de la primera letra. Al lado de su foto, que reconoció enseguida, leyó su comentario: “No puedo ir. Estaré presentando mi nuevo libro a la misma hora en la Feria del Libro". Quedó sorprendida, lo de escritor nunca estuvo entre sus acertijos. 
En los días siguientes un indiscreto Google le revelaría el resto, y quedó asombrada con las muchas coincidencias que compartía con él, aunque con las lógicas diferencias. La de él había sido una infancia con sabor a campo, a nísperos y a gofio, mientras que la de ella estuvo repartida entre el desierto del Sáhara y un Madrid post-Franco con sabor a horchata y magdalenas, pero ambos se recordaban felices. Con apenas unos meses de diferencia habían nacido en la misma ciudad, los dos habían estudiado en la Complutense y hasta habían frecuentado los mismos tugurios en la Malasaña de los ochenta. Él leía sus primeros poemas en el café Manuela, el mismo donde ella iba a escuchar los  versos que su primer amor le dedicaba. Incluso habían elegido las mismas ciudades  europeas en busca de sus primeras aventuras extranjeras. Intrigada por tanta casualidad, decidió acudir a la feria donde él presentaba un pequeño libro de relatos. Fue a la caseta donde tenía lugar la presentación y le escuchó hablar por primera vez. Al acabar se compró el libro, se sentó en un banco del parque y no se movió hasta que terminó de leer la última página. Ya era casi media noche cuando lo acabó y en ese mismo instante tomó la decisión. Volvió a casa, encendió el ordenador y eliminó  su cuenta de esa red social que con los años se le antojaba menos social y más red. No podía permitirse distracciones en su nuevo  reto. A partir de ese momento compartiría con Salvador algo más. Se había propuesto encontrar palabras que dieran forma a tantas ideas mudas. Y lo primero que escribió fue ese sustantivo inglés para el que aún no había encontrado traducción: ‘commuters’.