Me gusta que el canto mañanero de los cenzontles en mi patio trasero sea mi nuevo despertador. Me gustan mis nuevos desayunos con mango, mamey o rambután. Me gusta leer bajo la sombra de una palapa en la playa de Sisal y que mi lectura se vea interrumpida por una banda de flamingos camino a Las Coloradas. Me gusta caminar por ruinas de haciendas henequeneras y bañarme en cenotes escondidos en la selva; intento caminar suavecito para no enojar a ningún alux -no creo en espíritus pero prefiero tenerlos de mi lado, no me vayan a provocar el mal aire-. Me gusta tener una tlapalería a la vuelta de la esquina y no solo por el puro goce de articular esta nueva palabra, sino porque nunca sabes cuándo puedes necesitar un bote de pintura verde maya o un desarmador. También es una suerte tener tan cerca la tortillería, y que el aroma a tortillas de maíz se cuele por mi zaguán; y qué bien viene una tienda de abarrotes en tu misma calle y ahorrarte un viaje al Chedraui para ir solo a por aceite, y de paso pasar por la florería -y percatarme de otro nuevo juego de sufijos-. Me gusta salir al mediodía en busca de un nuevo tianguis de comida y pedirme unas quesadillas de flor de calabaza, o nopales rellenos de queso y portobello con crema deslactosada. ¡Guácala, no me gusta que el mantel de hule esté tan pegajoso!
Tras el delicioso almuerzo, me gusta volver a casa a esconderme del sol abrasador y ponerme a leer en la hamaca de mi sala, pero detesto la comezón de los moscos que me atacan mientras leo -leía- plácidamente. Me gusta agarrar el camión para ir a clase de zumba en la Plaza de San Sebastián -mucho mejor que manejar entre tanto tope y tanto alto-. Amo observar la energía que emana de esa Plaza a la hora en la que cae el sol: la de las jugadoras en la cancha de softbol, la de la banda municipal ensayando marchas militares al compás de trompetas y roncos tambores, la de las doñas vestidas en coloridos huipiles acudiendo a misa de siete, y la nuestra, moviéndonos al son de cumbias de letras irreverentes que escupe nuestra bocina y, sí, me encanta bailar sin sentido del ridículo aunque continuamente me haga bolas con las coreografías. De vuelta a casa, me gusta la plática con mis vecinos quienes, con el sol ya escondido, sacan sus sillas fuera de casa y las colocan sobre las banquetas de alturas caprichosas para tomar el fresco. No sé si ya lo dije, pero odio profundamente que me acribillen los moscos mientras escribo este texto sin que la iguana, que a última hora del día viene a visitarme cual salida del Cretácico, haga nada por impedirlo. Se acabó, ducha fría bajo la regadera y a dormir.
¡Mare!, después de echar la hueva durante meses, salió mi primer texto en tierras yucatecas. Ándale, pues.
(Publicada 25/3/23 , Revisada octubre 2025)
