El narrador
omnisciente de Madame Bovary no se atrevió a entrar en el carruaje en el
que Emma y su amante León saciaban su apetito sexual mientras el chófer
recorría a galope las calles de la ciudad de Rouen. Apenas se aventuró a
descubrirnos una mano desnuda que asomaba por unas cortinas amarillas para
dejar caer unos pedacitos de papel. Lo que allí dentro sucedió lo dejó en manos
del lector. La narradora de esta fotografía no tiene cortinas tras las que
esconder a estos inminentes amantes. Ellos aún desconocen el desenlace de ese
roce de piernas que la estrechez del espacio les obliga a mantener. El
conductor, un alcahuete de carretera, observa la escena desde el retrovisor y
procede a aumentar la velocidad que, sabe bien, facilitará el devenir de los
acontecimientos. Esta repentina aceleración obliga al pasajero de la izquierda
a apoyar su pie en el armazón del vehículo, y pasa su brazo derecho por detrás
de la espalda de su compañero. Advierte entonces que éste también comparte su
temor a caerse y siente su torso acercarse al suyo. Se habían prometido a sí
mismos que nada iba a suceder en este viaje; conforme se acercan al hotel,
saben que no van a poder cumplir esa promesa. Ahora no quieren pensar en
arrepentimientos. Puestos a lamentarse, prefieren hacerlo sobre lo que está a
punto de suceder.
Pasan a mi lado,
subimos a la misma guagua para ir al trabajo, nos acaricia la misma brisa de mar
y hasta es muy posible que compremos el té en la misma tienda; aun así, no
somos capaces de reconocernos. Perdí sus miradas hace más de tres décadas y encontrarlas se vuelve complicado. Sí sería capaz de reconocer el azul de los ojos de Aleua,
el padre de Jeresquina, la mediana de las tres. Pasados los años, solíamos encontrarnos paseando por la playa de Las Canteras. Recuerdo con toda claridad nuestro intercambio de Salam
Alikum, el abrazo emocionado con mi padre y cómo me besaba la frente mientras me transmitía bendiciones que yo nunca logré entender. Aleua vestía siempre un deraa azul, el
traje tradicional saharaui, y llevaba turbante blanco, lo que contrastaba maravillosamente con su piel canela y el azul de sus ojos; cuando se cruzaban con los ojos verdes de mi padre, aguados de emoción, parecían competir con el mar que los enmarcaba. Los dos marcharon
hace tiempo y ninguna heredamos el color de sus iris que tal vez podría haber
facilitado nuestro encuentro. Jeresquina sigue viviendo en nuestra isla y estoy segura de que
vive porque su madre, Fatima (con acento en la segunda sílaba), después de
haber perdido varios bebés, la llamó así por el significado de su nombre: “la
que nunca muere”. Jaddama, la más alta, es la hija de Deidí y Buba y también es muy posible que caminemos por las mismas
calles. Ya saben que me gusta soñar. Sueño que alguno de los que están leyendo estas
Palabras reconoce esta foto, o que incluso haya visto una muy parecida: la
versión que se apoderó de nuestras miradas. Sueño que nos encontramos frente al
mar, que viajamos a La Güera, que volvemos a unir nuestras manos y que nuestras
miradas extraviadas vuelven a dejarse retratar.
Hay silencios que
se leen y escuchan con más claridad que las palabras. Los hay bellos y también dañinos.
Una cama deshecha, un olor, una prenda olvidada, una mirada -o incluso su omisión- y creamos un rompecabezas que bien
puede reconstruir o quebrantarnos el alma. Hicimos un pacto de silencio y
funcionó durante un tiempo. Cuando me propuso no prometernos fidelidad supe que no era mi imagen acompañada de un amante la que tenía en
mente. Por eso sugerí callar; entonces pensé que esas elipsis lograrían
alargar el ‘mientras tanto’, pero me equivoqué. O igual no. Igual de haber
hablado antes ya le habríamos puesto fin. Lo cierto es que durante meses
ninguno de los dos necesitó mirar para otro lado. El deseo por poseernos solo respetaba el horario laboral y,
alguna vez, ni eso. Redujimos las salidas con los amigos, los encuentros
familiares, las horas en el gimnasio -bien es verdad que de ejercicio físico
íbamos bien servidos- y hasta las lecturas. Maldije la experiencia que me ponía en alerta de que
aquello tenía fecha de caducidad. Y llegó la calma y con ella sus
compromisos laborales fuera de la isla. Al principio, la distancia aumentó el
deseo; luego, lo fue apagando. Los dos mantuvimos el silencio pactado, pero con
el tiempo se ha vuelto ensordecedor; por eso ya no me molesto en hacer la
cama, ni en esconder las prendas olvidadas. El silencio habla a gritos y solo
es cuestión de que uno de los dos quiera pararse a escucharlo.
Hacía rato que
había perdido el hilo de lo que leía pero fingí seguir leyendo. La conversación
de la pareja que se había sentado enfrente era mucho más entretenida.
Deduje que se trataba de una relación reciente que intentaba acordar ciertos pactos. Escuché cómo ella sugirió no entrar en los detalles de
relaciones anteriores, excepto para contar alguna que otra anécdota de índole
humorístico. A él le pareció una buena idea. Entonces, y sin anestesia de
por medio, él le propuso no prometerse fidelidad. Levanté la cabeza para ver la
reacción en la cara de la mujer; apoyó su mentón en ambas manos y, mientras seguía escuchando, se daba pequeños golpes con los dedos en los labios; pude deducir
que aquella propuesta no era del todo de su agrado. Él argumentó que los dos
tenían la experiencia suficiente como para saber que la monogamia era un
invento que jamás había funcionado y que empeñarse en compartir tu cuerpo con
una sola persona era quimérico. Luego matizó que tan solo se trataba de no
vetarse la posibilidad de mantener relaciones físicas con otras
personas; añadió que la ausencia de esa prohibición les llevaría, casi con toda probabilidad, a mantener menos relaciones que esos otros hipócritas que han prometido
fidelidad eterna y a la primera de cambio andan metiéndose entre las sábanas de
otra. Hubo un pequeño silencio –a mí se me hizo eterno- y habló ella: “De
acuerdo, pero haremos como con las relaciones pasadas; no nos las contaremos.
Sabremos que existen pero ni tú me hablarás sobre ellas, ni yo a ti.” El eco de
sus últimas palabras se leía en la mente de él: "ni yo a ti...".
Pensé que sería otra relación abocada al fracaso; antes, tenían por delante el
mientras tanto y se podía adivinar que iban a saber disfrutarlo.
Entró en el bar sola. Se sentó en una de las mesas centrales y pidió una cerveza. Nada le gustaba más que perderse en una gran ciudad saboreando su anonimato, alerta a todo lo que sus sentidos percibían sin las distracciones de una compañía. Apenas había clientes y aprovechó para sacar esta foto, pero en cuestión de minutos las sillas se fueron ocupando. Empezó entonces a ponerle voz a los que desde ellas la observaban con miradas soslayadas. Y escuchó la de los más inocentes: apuesto a que el novio se retrasa porque está viendo el partido de fútbol. La de los pragmáticos: debe de ser una erudita en música clásica que hoy no encontró un cómplice. A las que se veían reflejadas en ella: no hay duda, divorciada, con hijos adolescentes y resentida con la vida. A los inseguros: fijo que es solterona, demasiado segura de sí misma, a esa no hay quien se acerque; mírala, ni sonríe. A los turistas: otra extranjera, italiana o española; el marido se ha quedado durmiendo una borrachera en el hotel. A los más torpes: ese huevo quiere sal; le voy a entrar en cuanto me vuelva a cruzar la mirada con ella. A los solitarios: otra de mi gremio, a ratos deleitándose, a ratos maldiciendo su soledad. La de los románticos: una poeta en busca de inspiración; seguro que está anotando un verso roto en su bloc de notas. En ese momento decidió silenciar sus voces, soltó el bloc y se deslizó en aquella sonata número 5 de Primavera.
Si solo prestara atención a su aspecto físico, apenas me reconocería en ella. A su edad, mi piel siempre andaba bronceada por el sol, jamás tuve el pelo largo y rara vez vestía falda. Con tres hermanos varones, la sección de niñas de los grandes almacenes siempre quedaba a desmano. Sin embargo, aun con mi envoltorio varonil, sí me reconozco en su delgadez, en su desparpajo, en su coquetería. En esa preadolescencia yo soñaba con ser presentadora de telediario. Me sentaba a los pies de la cama de mis padres, justo enfrente del armario de luna, y mirando al espejo leía en voz alta algún artículo de periódico. El reto consistía en hacer el mayor número posible de contactos visuales con mi propia mirada y lograr que se alargaran en el tiempo. Para complicarlo, a veces cogía una montura de unas viejas gafas de mi madre y jugaba a ponérmelas y quitármelas, al puro estilo Rosa María Mateo. Este sueño, como otros muchos, nunca se cumplió. La mayoría ni siquiera los recuerdo; otros vuelven de vez en cuando para intentar mellar mi alma. Entonces, paso unos días espantándolos hasta que logro deshacerme de ellos. Lucía también sueña con verse frente a una cámara, aunque lo suyo es la interpretación y sus horas frente al espejo superan con creces las mías. No obstante, si hay un aspecto en el que nos diferenciamos absolutamente, ese es en la manera de lidiar con los sentimientos. Ella apenas los esconde y me hace partícipe de su tiovivo afectivo de amores y desamores sin el mínimo rubor: hoy, caballito arriba cuando recibe un gesto de esperanza; mañana, caballito abajo cuando percibe un desplante. A mi tiovivo subía yo sola y en el más absoluto de los silencios. Me pregunto si será esa la razón por la que no logro oler el perfume de las flores.