Pasé mi adolescencia en el Madrid de los años ochenta, en esos años en los que muchas mujeres renunciamos a nuestra feminidad. Llevaba el pelo corto y mi armario poco se diferenciaba del de mis hermanos: all stars en verde o azul, petos vaqueros que cada verano adquiría en Casa Ruperto y pulóveres holgados que escondían mis minúsculas curvas de entonces. Mi primer trabajo remunerado lo conseguí poco después de cumplir los quince. Mi patrona era mi nueva vecina Araceli, antítesis de mi imagen: grandes senos, trajes ceñidos y siempre subida a unos tacones de aguja. Marco, su bebé de ocho meses, era mi nueva responsabilidad. Mi horario laboral no entorpecía mis estudios; se limitaba a viernes y sábados y siempre a partir de las nueve de la noche. Araceli trabajaba en una barra americana de la calle Orense, no muy lejos de la Glorieta de Cuatro Caminos donde vivíamos. Aunque no tenía muy claro lo que era una barra americana, enseguida supe que debía ocultar información a mis padres si quería conservar aquel trabajo. Mis servicios de canguro pronto se vieron ampliados por los de asesora de imagen; pese a mi aspecto, Araceli confiaba en mí para elegir el trozo de tela en el que debía embutirse cada noche y nunca se iba de casa sin que antes maquillara su blanca espalda desde el cuello hasta llegar a las tiras de aquellos tangas que yo veía por primera vez. Mi jornada acababa sobre las siete de la mañana, cuando Araceli regresaba a casa, casi siempre acompañada de algún varón y con algunas copas de más. Adormilada, me apresuraba a recordarle que se descalzara y bajara la voz para evitar las ya innumerables quejas de los vecinos; ella no lograba retener esa información más allá de lo que yo tardaba en cruzar el umbral de su puerta. Marco empezaba a dar sus primeros pasos cuando una noche el casero se presentó, destornillador en mano, a cambiar la cerradura de la puerta. Me obligó a recoger las pertenencias de Araceli e irme con las maletas y el bebé a mi casa. La esperé ocho largas horas sin lograr conciliar el sueño. Cuando llegó, y sin tiempo a dar detalles, su nuevo acompañante agarró las maletas, ella cogió al bebé y, dándome las gracias, desaparecieron escalera abajo. Aún sonaba el eco de sus tacones cuando desde mi ventana les vi desaparecer en un Austin blanco.
Hoy empecé la mañana revisando viejas "Palabras". Esta historia fue mi tercera entrada publicada en este blog. Estuve tentada a borrarla (suelo arrepentirme de mis palabras pasadas), pero opté por modificarla y encontrar una foto que la ilustrara -era mi única entrada sin foto-. No tuve éxito en la búsqueda de la imagen por lo que me propuse hacerla yo misma. Aún tengo un par de viejas Converse, así que solo necesitaba unos zapatos de tacón. Bajo a la zapatería china de la esquina dispuesta a adquirir unos, pero los encuentro demasiado caros para un solo click (incapaz como soy de amortizarlos de otra manera). Pido permiso al dependiente chino para sacar una foto a cambio de unos euros. Su respuesta: "no euros, gratis para foto". La tienda se empieza a llenar así que intento ser rápida en la composición, pero tengo dificultades para hacerme un autorretrato. Su hijo de unos nuevo años se ofrece como fotógrafo. Tengo la foto: subo a casa, la edito y vuelvo a bajar a la zapatería con un libro de cuentos infantiles. Creo que quedó satisfecho con el trueque. Yo también. Hoy comparto dos historias autobiográficas.
María, es un placer leerte. Haces sencilla y dulce una historia que tiene tintes dramáticos, al menos a mí me lo parece. La foto es perfecta, dos mundos, dos momentos. Vamos, que me encanta, chiquilla!!!
Hoy empecé la mañana revisando viejas "Palabras". Esta historia fue mi tercera entrada publicada en este blog. Estuve tentada a borrarla (suelo arrepentirme de mis palabras pasadas), pero opté por modificarla y encontrar una foto que la ilustrara -era mi única entrada sin foto-. No tuve éxito en la búsqueda de la imagen por lo que me propuse hacerla yo misma. Aún tengo un par de viejas Converse, así que solo necesitaba unos zapatos de tacón. Bajo a la zapatería china de la esquina dispuesta a adquirir unos, pero los encuentro demasiado caros para un solo click (incapaz como soy de amortizarlos de otra manera). Pido permiso al dependiente chino para sacar una foto a cambio de unos euros. Su respuesta: "no euros, gratis para foto". La tienda se empieza a llenar así que intento ser rápida en la composición, pero tengo dificultades para hacerme un autorretrato. Su hijo de unos nuevo años se ofrece como fotógrafo. Tengo la foto: subo a casa, la edito y vuelvo a bajar a la zapatería con un libro de cuentos infantiles. Creo que quedó satisfecho con el trueque. Yo también. Hoy comparto dos historias autobiográficas.
ResponderEliminarLa inexperiencia de esa juventud llamada divino tesoro.
ResponderEliminarUn placer leerte. Me alegra que lo reeditaras.
Un abrazo
¡Y tanto, Pilar! Hoy, sacarme de la casa le habría costado bastante más.
EliminarMuchas gracias por acercarte de nuevo a Palabras.
Otro abrazo.
María, es un placer leerte.
ResponderEliminarHaces sencilla y dulce una historia que tiene tintes dramáticos, al menos a mí me lo parece.
La foto es perfecta, dos mundos, dos momentos.
Vamos, que me encanta, chiquilla!!!
Abrazos que te estrujen, jeje.
Malena, sí que lo recuerdo como una historia dramática.
EliminarMil gracias por esas palabras cargadas de cariño.
Otro abrazo "apreta'o".