Llevaba semanas sonriendo. Era entrar por el hospital y regalaba
sonrisas a todo el que la miraba. Y no lo hacía solo con los diecisiete
músculos alrededor de la boca; ella flexionaba los cuarenta y cuatro de la cara. En el quirófano, incluso con la mascarilla puesta, sabías
que sonreía. No era la primera vez que la veíamos así, pero había pasado tanto
tiempo que lo habíamos olvidado. Solía argumentar que tenía el suficiente pasado como para saber que era preferible estar sola que estar en compañía por inercia, por miedo a la soledad; sabíamos que hablaba de ella misma y, aun así, alguno de nosotros se daba por aludido.
Llevaba quince días desaparecida; solo sabíamos que había pedido dos semanas sin empleo y
sueldo y ayer, por fin, dio señales de vida. Nos invitó a cenar a su casa y tan pronto abrió la puerta lo
supimos. El brillo en los ojos la delataba, pero también su risa. Reía echando la cabeza hacia atrás y su carcajada era contagiosa. Lo novedoso, sin embargo, era su acento marcadamente argentino. Así que no tardé en rogarle: "¡Che, flaca, contalo
ya!".
Le conoció por Internet. Llevaban tres meses de intercambio de mensajes lujuriosos cuando hace dos semanas se presentó de sorpresa en su casa. Un tifón de sexo la
había dejado con una cistitis aguda -nada que un chute de antibióticos no
pudiera solucionar-. Gardel se volvió ayer a Buenos Aires y ella se irá en cuanto le concedan la excedencia que ha solicitado. Porque lo que sí que no le ha dado la madurez es sosiego. Lo de
andar con pies de plomo no entra en sus esquemas. Dice que no tiene miedo, que después de tantas caídas ya tiene práctica en levantarse. Así que se nos va otra vez y nosotros ya tenemos destino para
las próximas vacaciones.