sábado, 25 de marzo de 2023

Yucatán, lo amo

 


Me gusta que el canto mañanero del cenzontle tropical en mi patio trasero sea mi nuevo despertador. Me gustan mis nuevos desayunos con piña, mango, mamey, zapote y rambután. Me gusta que la lectura de mi nuevo libro bajo una palapa en la playa de Sisal se vea interrumpida por una banda de flamingos que me sobrevuelan camino a Las Coloradas. Me gusta caminar por ruinas de haciendas henequeneras y descubrir nuevos cenotes escondidos en la selva; camino suavecito para no enojar a ningún alux -¡no me vaya a provocar el mal aire!-. Me gusta tener una tlapalería a la vuelta de la esquina -me gusta el sonido de “tlapalería”-. También me gusta tener cerca una tortillería, y una tienda de abarrotes, y la florería -y percatarme del nuevo juego de sufijos-. Me gusta toparme con un tianguis de comida justo cuando tengo hambre y amo que tenga opciones vegetarianas (quesadillas de flor de calabaza, nopales rellenos de queso y portobello con crema deslactosada, ¡mmm!); ¡Guácala, no me gusta que el mantel de hule esté pegajoso! Me gusta leer en mi hamaca después de comer; no me gusta la comezón de las picaduras de moscos que me atacan mientras leo -leía- plácidamente. Me gusta agarrar el camión para ir a mis clases de zumba en la Plaza de San Sebastián -detesto manejar entre tanto tope y tanto alto-. Amo observar la energía que emana de esa Plaza a la hora en la que cae el sol: la de las jugadoras en su cancha de softbol, la de la banda municipal ensayando sus marchas militares al compás de trompetas y roncos tambores, la de las doñas en coloridos huipiles acudiendo a misa de siete, la nuestra, moviéndonos al son de cumbias de letras irreverentes que escupe nuestra bocina ensordecedora y amo muy especialmente no tener sentido del ridículo cuando me hago bolas con las coreografías. Odio profundamente que me acribillen los moscos mientras escribo este texto, pero me gusta la iguana que viene a visitarme como salida directamente del Cretácico. Me gusta la plática con mis vecinos cuando al anochecer sacan sus sillas a la banqueta para tomar el fresco. No me gusta caminar sobre las banquetas de alturas caprichosas que cada vecino ha construido a su libre albedrío. Me gusta que en mi última ducha del día siempre salga agua tibia de la regadera. ¡Mare!, después de echar la hueva durante meses, he aquí mi primer texto en tierras yucatecas. Y lo sé, no he mencionado el calor: al enemigo mejor ni mentarlo. Ándale, pues.

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