domingo, 26 de febrero de 2012

Soñando

 
Foto de Todd Winters
Mi sueño acelera el paso cuando escucha mi respiración avanzar detrás de él, tal y como hace mi hijo cuando oye mis pisadas acercándose a las suyas. Noah adora este juego; corre huyendo de mí mientras ríe a carcajadas y todo su cuerpo se tambalea sin que sus pequeños pies apenas toquen el suelo. Mi sueño ni siquiera llega a rozar ninguna superficie y, precisamente por eso, sé que, al igual que hago con Noah, debo seguirle de cerca. Puede que no le dé alcance y esa es la razón por la que intento disfrutar de esta persecución. Es más rápido que mi hijo y al mínimo despiste desaparece de mi vista. Son solo unos segundos, pero la angustia me invade hasta dejarme sin respiración. Cuando vuelvo a divisarlo, acelero mi paso y él, por fin, parece ralentizar el suyo. Es entonces cuando creo en la posibilidad de alcanzarlo y mi imaginación lo reproduce con todo detalle: oigo el sonido del agua golpeando contra un embarcadero; Noah corre hacia su padre, que se encuentra pescando al final del mismo junto a la atenta mirada de nuestra perra Lua. El sol se está poniendo y yo voy unos pasos por detrás, siguiendo las huellas mojadas que dejan sus pisadas. En mi fantasía no existen terceros cuya desdicha ensombrece mi felicidad. No están en esta escena, aunque los imagino viviendo otro sueño igualmente bello. Luego, cuando vuelvo al mundo real, me alejo unos metros de él y lo observo con perspectiva. Mi realidad es probablemente el sueño de alguien que camina unos pasos por detrás de mí. La vivo consciente de ello, lo que no me impide construir en mi imaginación nuevas proposiciones, y procuro hacerlo aun cuando me asalta el cansancio de tanto soñar.

lunes, 20 de febrero de 2012

Vuelos


Foto de Todd Winters

Es muy posible que el pasajero sentado detrás de mí, y que observa a través de su ventanilla esta misma imagen, ande imaginando el más allá. Mi más allá está al final de este vuelo. Adoro sobrevolar la Tierra, pero, sin remedio, soy terrenal. Nunca he necesitado imaginar otro mundo porque este en el que vivo me sigue ofreciendo una gran gama de atractivas realidades. Y, cuando una me ha sido adversa, no he tenido pereza para coger un avión y plantarme en otra. Soy una privilegiada: jamás he barajado la patera como medio de transporte. Además, suelo embarcarme en estos viajes sin desgarros, como lo hizo mi abuelo en su momento y luego mi padre. Uno puede echarle todo el dramatismo que desee y pensar en lo que deja atrás. Pero mi abuelo me enseñó a poner la mirada en la proa. Nuestros viajes han estado siempre cargados de ilusión. Hay también quien ve en ellos una huida: del miedo, de un desamor, de la soledad, del paro, de la monotonía. No le faltará razón, pero yo prefiero verlos como vuelos de búsqueda. Y cuando uno va con esa actitud, suele hallar lo que busca y se deja acariciar por esa brisa que le devuelve una libertad sisada. Mis vuelos más frecuentes, no obstante, son los imaginarios -mi yo terrenal nunca ha estado reñido con el soñador-. De unos y otros siempre vuelvo. Entonces la popa se hace proa y navega sobre otro mar de nubes. El pasajero a mi espalda evoca de nuevo el mundo celestial; mientras, yo confío en aterrizar en uno muy parecido al que dejé. Las diferencias las llevo en mi mirada renovada.

martes, 14 de febrero de 2012

Mirando atrás

Foto de Todd Winters
Y no comimos perdices, ni fuimos felices. No después de ese día. Pero si hay una razón por la que me gusta conservar fotos es precisamente esta: rescatar un momento feliz de un pasado que ya no recuerdo con tanto cariño. Y estas son palabras mayores, teniendo en cuenta lo sucedido. Ahora, con la perspectiva necesaria, miro esta foto y sé que mi gesto no era una pose para el puto fotógrafo. En ese momento creo que sentí una inmensa felicidad (o igual me engaño y solo me sentí liberado por el final de aquella absurda ceremonia). En fin, lo que sí es cierto es que lo de certificar nuestra unión fue idea de ella. Yo ya me sentía casado después de diez años juntos, pero supongo que, después de haberme aguantado tanto, se lo debía. Sin que ninguno de los dos pudiéramos preverlo, o igual también me autoengaño en esto, la boda marcó el principio del fin. Nos separamos a los tres meses. Hoy hubiéramos cumplido doce años de casados. Soy un desastre para las fechas, pero ella se aseguró de que no se me olvidara eligiendo el 14 de febrero del 2000. Los grandes almacenes se encargarían de recordarme cada aniversario. Si ya le tenía manía a este día del amor comercial, a partir de nuestra separación le cogí aún más coraje. Ella volvió a casarse y ya tiene dos hijos. Mi estado civil sigue siendo el de divorciado, aunque he tenido otras dos relaciones que acabaron en cuanto empecé a escuchar campanas de boda. Ahora vuelvo a estar enamorado y me ha dado tan fuerte que incluso dudo si habría sentido esto mismo con anterioridad. Solo llevamos seis meses y no me reconozco. Por primera vez en mi vida he comprado un gran ramo de rosas en el día de los enamorados y no, no lo he hecho solo porque a ella le haga ilusión. Es más, con Lucía me casaría mañana mismo (y no lo hago hoy porque estaría feo repetirme). En serio, con ella sí me veo envejeciendo. Y si me equivocase, siempre podría mirar atrás y rescatar esa foto que me recordara que hubo un día en que así lo creí. Por cierto, el que miraba a través del retrovisor de la limusina, ese puto fotógrafo, es el padre de los hijos de mi ex.

sábado, 11 de febrero de 2012

Enmascarando el miedo

Madrid, 1976 (Foto: familia Brito)
No es un abrazo de hermana mayor, o sí, pero es una hermana mayor buscando protección. Él es tres años más pequeño, conocía mis miedos y  asumió el rol de protector.
Las fobias son casi siempre infundadas, producto de la imaginación de quien las sufre y tan reales como el aire que respira. Consciente de la antipatía que mi fobia a los animales despertaba, siempre intenté disimularla como pude. Me cruzaba de acera cuando veía acercarse un perro; los murales en equipo para el colegio se realizaban en mi casa, libre de animales, y, cuando tocaba la tortuosa visita a la casa-jungla de la tía Yolanda, siempre llevaba pantalones largos y botas, fuera invierno o verano. Además, escondía las manos en los bolsillos de la chaqueta evitando así que un solo centímetro de mi piel se expusiera al roce con los múltiples seres vivos, y muertos, que encontraba en aquella casa veguetera. Mi pavor era el mismo al chihuahua y al pastor alemán que nos recibían en el zaguán que a las aves disecadas que reposaban sobre las estanterías; el loro parlanchín que revoloteaba a sus anchas por el patio de palmeras me provocaba el mismo terror que la alfombra de piel de cebra que se encontraba en el recibidor. La incomprensión estaba servida. Si no lograban entender por qué no acariciaba a su precioso gato persa, cómo iban a concebir que el mero roce del abrigo de piel de camello de tío Chano -otra de las excentricidades de aquella casa de los horrores- me hiciera saltar como un resorte ignorando el Cola-Cao caliente en mis manos o el primito gateando a mis pies.
A base de tantas situaciones embarazosas -y peligrosas-, mi hermano pequeño, aun dolido por no poder tener una mascota en casa, terminó por ponerse de mi lado. Por eso, en esta foto, recuerdo de nuestra primera visita al Parque de Atracciones de Madrid, tomó las riendas. Pude así mantenerme alejada de la piel de ese poni que, seguramente, tampoco quería estar ahí. Y hasta fui capaz de sonreír porque, ante todo, había que enmascarar el miedo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Deseos

Foto de Todd Winters

Pedir deseos es gratis, o casi. Si se los pides a alguna imagen católica, la santa institución te invita a que compres una vela o deposites la voluntad cuando pasan el cepillo (siempre barriendo para casa). Luego están esas fuentes emblemáticas donde puedes solicitar el cumplimiento de un sueño a cambio de una pequeña moneda que arrojas al fondo de sus aguas. Cuando era adolescente, y los deseos se me acumulaban, imitaba este lanzamiento de moneda en los pantanos cercanos a Madrid; usaba pequeñas piedras cuidadosamente preseleccionadas, lo cual salía mucho más económico y, ahora que lo pienso, ecológico. Si conseguía que rebotaran tres veces sobre la superficie del agua tenía el convencimiento de que aquel deseo se me iba a cumplir. Hace tiempo que perdí esta destreza de convertir a las piedras en saltamontes acuáticos, probablemente a base de batacazos de anhelos incumplidos. Ahora me dejo llevar por el destino que, todo hay que decirlo, no me ha tratado mal. Sin embargo, se ve que mi educación católica hizo mella en mí porque, en ocasiones, me veo hablando con él como si del propio Jesús de Medinaceli se tratara. Ya no le pido que intervenga en situaciones relacionadas con amores no correspondidos, ni pretendo ambiciones materiales; son deseos de vida, de mediar ahí donde la ciencia médica desahucia a un amigo o a un familiar. Pero nada, mi destino está tan sordo como esos santos de piedra o madera policromada.

viernes, 3 de febrero de 2012

Rey mar. Pinteratura mixta. Pintura- J. Paz. Texto- María Brito.


Pinteratura de J. Paz

Acababa de salir a cubierta a encenderse la cachimba y, de pronto, un golpe de mar lo deja en mitad del océano. Rafael Florimpo (como lo conocían en su Agaete natal por llevar siempre una flor en la solapa de su chaqueta) no tuvo tiempo de pedir auxilio y ninguno de sus marineros se percató de la caída. Enseguida supo que necesitaría un milagro para salir de aquella inmensidad. Era patrón de un barco de cabotaje que cubría la ruta Gran Canaria-La Palma transportando sacos de carbón. Hacía solo unos minutos había dejado en el puente de mando a su hijo mayor; sabía que tardaría en echarlo de menos. Era la víspera de Reyes y tenía previsto llegar a puerto antes del anochecer, a tiempo para colocar las almendras garapiñadas junto a los zapatos de sus hijos más pequeños. Mientras veía el barco alejarse se encomendó a su dios; le recordaba que tenía esposa y nueve hijos y que el décimo estaba en camino. Le rogó que fuera misericordioso y no permitiera que sus pichones vivieran asociando la noche de Reyes con el día en que desapareció su padre. Sabía nadar bien, pero el mar comenzaba a volverse bravo y a tomar el color de esas nubes negras que se posaban sobre él. Pasaron casi tres horas, pero, justo cuando las fuerzas  le flaqueaban y su ánimo se rendía, divisó su barco. Agradecido, hizo la promesa de ponerle a su próximo hijo el nombre del santo correspondiente al cinco de enero.
    Nació en primavera. Fue niña y, como había prometido, la bautizó con dos de los nombres que aparecían en su almanaque santoral para aquel día: Telesfora Amelia. Transcurridos los años, los funcionarios de la comisaría donde Amelia acudía a renovar el carnet de identidad, le informaban de que, si lo deseaba (se ve que ellos sí), podía prescindir de su primer nombre. Pero ella no iba a permitir que una sola tecla de esos nuevos ordenadores borrara la promesa de su padre. El carbón nunca llegó a los zapatos de ningún niño de la isla de Gran Canaria; a su casa sí llegó el Rey Mago, con la corona mojada y fría, y disfrutó de él por muchos años.