lunes, 24 de noviembre de 2025

Relatos en Cadena: Condicionales

Esa noche saldrían a cenar un bocadillo de calamares. No era una noche cualquiera: se cumplía justo un año del fatídico accidente; un año de largas operaciones y terapia. Aquella noche él perdió su moto, aún sin pagar, y ella su brazo derecho. 

A él, los “sis” le atropellaron durante meses: “Si nos hubiéramos pedido una pizza, como tú querías”, “si aquel gilipollas hubiera hecho el stop”, “si no me hubiera comprado la moto, como me había suplicado mi madre”. Agotados sus “sis”, hoy sería ella la que haría realidad su último condicional: “Si hubiera roto contigo antes de salir, en lugar de dejarlo para después de la cena.”


domingo, 9 de noviembre de 2025

Una brillante idea

Nadie daba un duro por nosotros, pero logramos estar juntos veintiséis años. A los dos nos hacía ilusión celebrar las bodas de plata, por lo que decidimos posponer el divorcio unos cuantos lustros. Así callamos  bocas, muy especialmente la de su madre -ella no daba ni una peseta-.
 

Fue justo en nuestro quinto aniversario cuando a él se le ocurrió la brillante idea de que escribiéramos las iniciales de nuestros nombres en todas nuestras pertenencias: libros, discos, macetas, e incluso toallas. De esa manera, si un día nos divorciábamos, nos resultaría más fácil hacer el reparto. Compramos rotuladores permanentes y empezamos colocando las cuatro iniciales de nuestros nombres en la esquina superior derecha de cada libro. Nos vimos en la obligación de poner las cuatro letras porque nuestros nombres coinciden en las tres primeras.


Íbamos a empezar a marcar los vinilos cuando aporté una modificación a su brillante idea: prescindir de las iniciales, que podían llevar a equívoco, y dibujar unas tetitas en los míos y una pollita en los suyos (el diminutivo se ajustaba a la realidad, pero eso no se lo dije). Aunque ninguno iba a querer apropiarse de los discos del otro (a mí Raphael no me hace tilín y él ni siquiera sabía quién era Raffaella Carrá) hacer esos dibujitos se nos antojó divertido y nos pusimos manos a la obra. Incluso volvimos a los libros ya marcados con iniciales y añadimos los nuevos símbolos distintivos.


Fue un poco más complicado convencer a la dependienta de la tienda de bordados de que nos hiciera esos mismos dibujos infantiles -ella no los veía así- en nuestras toallas blancas de algodón egipcio. Pensarán ustedes que hubiera bastado con repartírnoslas equitativamente, pero yo tenía la teoría (nunca compartida: callar fue clave en el éxito de nuestro matrimonio) de que sus toallas amarilleaban más -aquellos bordados terminaron probando que estaba en lo cierto-. No hubo compra que antes de entrar en casa no se decidiera si llevaría el sello de la pollita o de las tetitas (hacer los sellos fue una ampliación de la idea brillante). Con respecto a las fotos, decidimos hacer dos copias y colocarlas en sendos álbumes. Más adelante, en la era digital, nos ahorramos este gasto. 


Veintiún años más tarde no imaginan ustedes lo fácil que ha sido encargarle a la empresa de mudanzas que embalaran todo de acuerdo al sello de cada cosa, desde los electrodomésticos a los imanes de la nevera. Nos han felicitado por ser tan previsores. Nunca habían encontrado una pareja de recién divorciados que se lo pusieran tan fácil. Lo han embalado todo en cajas idénticas y en las etiquetas, además del contenido, han dibujado la correspondiente pollita o tetitas. Les ha llevado apenas cinco horas y tres operarios hacer la mudanza. Al acabar hemos recibido un sms para informarnos de que todas nuestras pertenencias van ya camino de nuestras respectivas direcciones. No obstante, añaden, han dejado en la casa un objeto que, por ausencia de “pene/senos” (palabras textuales) no han sido capaces de embalar. 


He sido yo quien ha llegado antes a nuestra casa. Confieso que he sentido cierta pena al encontrármelo abandonado en mitad del que hasta hace unas horas era nuestro salón; mis pasos se hacían eco del eco según me acercaba hacia él. Lo he cogido por las asas y con mucho cuidado, el mismo que ponía él al quitarle el polvo, lo he bajado y depositado junto al contenedor de basura de nuestro portal. Cuando he pasado con el coche tres minutos más tarde ya no estaba allí. Pongo la mano en el fuego en que ha sido mi ex quien lo ha cogido. Nunca lo admitió, pero incluir ese jarrón chino en nuestra lista de regalos de boda fue idea de su madre, QEPD.


domingo, 2 de noviembre de 2025

El sótano


San Julián se encontraba enterrada en un edificio de ladrillos rojos en el barrio de Tetuán de Madrid. No era un escondite, aunque a los niños nos encantaba verlo así. Tenía una única ventana y estaba a ras de la acera. Ningún transeúnte ajeno al barrio podía adivinar que aquel sótano era nuestra iglesia. Solo cuando cantábamos “Padre Nuestro tú que estás…” al son de Simon & Garfunkel alguna cabeza se ponía a la altura de sus zapatos para comprobar lo que sucedía allí abajo.

A mi amiga Marta y a mí no solo nos fascinaba su ubicación, sino también lo que sucedía a su alrededor: los ensayos para representar los pasajes de la biblia en misa de doce, la de niños; la recogida de periódicos usados por las casas de los vecinos que organizábamos cada sábado y que nos permitía ver cómo se vivía al otro lado de Bravo Murillo -la zona rica donde consumían muchos periódicos- o las proyecciones, sobre todo las proyecciones. Bastaba con descolgar la imagen de cartón piedra de San Julián para convertir aquella pared en una gran pantalla. Veíamos principalmente diapositivas de lugares lejanos donde nuestras catequistas andaban de misiones. Así fue como la geografía africana y americana entró en nuestras vidas. También despertó nuestra vocación: misioneras de la Consolata, pero no de las que cuidaban viejitos, sino de las que se iban a lugares exóticos y ayudaban a niños de todas las razas.

Hasta que  llegó el día de nuestra Primera Comunión. El día anterior habíamos estado horas decorando las sillas donde nos íbamos a sentar. Las cubrimos con sábanas blancas que trajimos de casa y en el respaldo pusimos rosas frescas que enganchamos con imperdibles. Para Paco iba a ser su última homilía antes de irse a Guatemala; nos convocó una hora antes para confesarnos, pero no usó el confesionario de los mayores sino que formamos un corro y lo hicimos a mano alzada. Marta confesó entonces que ya no quería ser misionera, sino matrona, y pedía perdón por su traición a la iglesia. Intenté disimular mi enfado; sabía que ese cambio de opinión era culpa de mi tío Jose. Solo unas semanas antes había organizado la proyección del parto de mi primo Raúl en la parroquia. Era parte del programa de Educación Sexual de los mayores, al que también fuimos invitados. Ver a mi tía Rosi resoplar y gritar de dolor mientras mi tío la grababa en súper 8 no me resultó nada agradable. Y menos aún cuando mi primito salió de entre sus piernas cubierto de una baba amarillenta, pero Marta en ese momento saltó de la silla y empezó a aplaudir emocionada. Nuestras madres (todas menos la de Marta, que nunca venía a la iglesia) la siguieron. Don Joaquín, el cura viejo que iba a sustituir a Paco, salió rezongando. Para mí fue simplemente el día en que Marta me traicionó. Ya no nos iríamos juntas de misiones. 

Solo unos meses más tarde nos mudamos al otro lado de Bravo Murillo, a la calle Infanta Mercedes. Nuestra nueva parroquia tenía techos muy altos y se encontraba al nivel de la acera, pero no tenía misa de niños, ni recogida de periódicos, ni proyecciones. No tardé en dejar de acudir a misa. Empecé a interesarme por estudiar inglés y traducir las canciones que escuchaba. Aún recuerdo mi mosqueo al descubrir que lo que Simon & Garfunkel realmente decían era “Hello darkness, my old friend”. ¡No le cantaban a ningún dios, sino a la soledad! A Marta no tardé demasiados años en encontrármela cerca de casa; trabajaba en la misma barra americana que regentaba su madre en los bajos de la calle Orense; le seguían fascinando los sótanos.