Foto de Maite Pons |
Ahora no quiere saber nada de charcos, pero de niña no podían gustarle más. Hubo días en que probé a cambiarle las botas de agua por sus Converse negras favoritas para ver si así los esquivaba: cero éxito. Los llamaba “espejos de lluvia” y jugar con la luz para buscar su reflejo en ellos era parte de su ritual. Los “espejos” de otoño, sus predilectos; acomodaba las hojas doradas, anaranjadas o canelas de tal manera que unas veces conseguía un marco ovalado y otras, uno cuadrado. Al finalizarlo esperaba unos segundos a que el agua dejara de hacer ondas y entonces hacía la pregunta: “Espejito, espejito, ¿quién es la más afortunada del lugar?” Sonreía, levantaba la cabeza, me buscaba con su mirada y la oía exclamar bien alto: “¡Qué suerte vivir aquí, mamá!” A mí aquella frase me hacía sonreír, no solo por verla tan feliz sino porque me recordaba a un eslogan publicitario de mi añorada tierra. Ella no parecía añorarla tanto y, de alguna manera, fue quien me enseñó a disfrutar de las ventajas de nuestro nuevo destino. El cambio de estaciones sin duda era una de ellas.